Las esculturas de Ramón Ávila


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El jueves 15 de marzo en El Túnel y en la nueva Galería de Rozas Botrán se inauguró la gran exposición retrospectiva con la que Ramón Ávila celebra sus 50 años en Guatemala. Es un grato recorrido no solo por las diferentes etapas estilísticas (realistas, expresionistas, críticas, simbólicas, abstractas) y temáticas (paisajes, retratos, toros, máscaras, iglesias) de su trabajo artístico sino también por las diferentes soluciones técnicas (dibujo, grabado, pintura y, ahora, escultura) a través de las cuales ha canalizado sus necesidades expresivas y de comunicación.

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POR JUAN B. JUÁREZ

Como ya he escrito en repetidas ocasiones sobre su pintura y su dibujo, incluso en el hermoso catálogo de esta exposición, trataré en este artículo de propiciar un acercamiento crítico y afectivo a su escultura como paso previo a análisis más profundos y rigurosos sobre su estética y lo que con ella gana la expresión obra del artista y el arte y la cultura de Guatemala.

A primera vista resalta en las esculturas de Ramón Ávila el mismo origen impulsivo y vital que se observa en sus dibujos y pinturas. También en ellas el artista parte de un impulso muy íntimo que se manifiesta, primero, como irrefrenable afán constructivo que, luego, se desarrolla compulsivamente como análisis y reflexión de sus propios hallazgos formales y expresivos en etapas sucesivas de creciente complejidad y lucidez que podrían prolongarse indefinidamente.

Este impulso íntimo se canaliza originalmente como trazo y dibujo y ciertamente se puede decir que toda su obra “abstracta” parte de estos trazos primigenios e instintivos; pero de la misma manera en que sus pinturas no son dibujos coloreados, sus esculturas tampoco son pinturas en tercera dimensión. Los dibujos son dibujos, las pinturas, pinturas y las esculturas, esculturas, y aunque todas estas formas de expresión obedecen al mismo impulso original, se puede decir que ese impulso sabe transformarse en cada caso, por sus propias necesidades internas, en línea, en color o en volumen, y adoptar con naturalidad la “lógica” formal de cada género.

Así, como los árboles a los que finalmente aluden, las esculturas de Ramón Ávila parecen surgir de la tierra y desplegar en el aire el laberinto hipnótico que su vitalidad ensimismada recorre una y otra vez, en órbitas excéntricas y asimétricas en torno a sus profundas preocupaciones afectivas y reflexivas.

Cada una de sus esculturas es, evidentemente, una estructura formal. Lo que se condensa alrededor de ellas no se ve, no puede verse, pero de la energía que genera esa estructura dinámica que, como ya dijimos, se eleva desde la tierra, se desprende una atmósfera acogedora que quizás proviene del aire que circula por los espacios interiores o de las rendijas que están en el núcleo, pero que en todo caso es lo que “la estructura respira” y lo que se respira en la estructura. ¿Y qué decir de las vetas de la madera, que son cómo un ritmo que se ha formado lentamente en la naturaleza y que ahora le da a la estructura formal que son sus esculturas su naturalidad como forma y su inevitabilidad como expresión?