Las dolorosas pruebas


Conforme pasan los años y se acumulan nuevas experiencias y conocimientos, pareciera como que el tiempo se fuera más rápidamente. Me recuerdo que cuando era chirí­s, sentí­a que tardaba más tiempo en llegar mi cumpleaños, la Semana Santa, la Feria de agosto, Nochebuena y Año Nuevo.

Ricardo Rosales Román

Para mi cumpleaños sabí­a que recibirí­a más de un regalo. El principal siempre fue el de mi papá y mi mamá. Para Semana Santa y la Feria de agosto, me tocaba estrenar un par de zapatos y un pantalón o un pantalón y una camisa o un par de zapatos. Para la Nochebuena la curiosidad me acosaba por largo tiempo a la espera de los regalos que, aunque fueran dos o tres, habrí­an de quedar en mi memoria para siempre.

A estas alturas de la vida, siento que los dí­as, las semanas, los meses y los años, se van rápidamente. Este año prácticamente ya se fue y con la llegada de diciembre se agolpan en mi mente momentos de difí­ciles pruebas que han marcado mi vida en lo personal, en lo familiar y en lo polí­tico.

Puedo decir que tuve una infancia normal, feliz. Durante mi adolescencia y juventud me fue posible ir encontrando respuestas a interrogantes que me permitieron con certeza decidir el rumbo que habrí­a de tomar mi vida años después y de lo que ni me arrepiento ni reniego ni abjuro.

Diciembre para Ana Marí­a y para mí­, así­ como para nuestros dos hijos, no es un mes fácil. Es así­ porque es el mes en que más duros golpes hemos recibido, y nos ha tocado enfrentar difí­ciles pruebas. No recuerdo que haya otro mes en que se hayan acumulado más dolores y pesares, además de indignación justificada.

No me resulta extraño, entonces, que haya momentos en que me pregunte qué serí­a de Ana Marí­a y de mí­, así­ como de nuestros dos hijos, si a raí­z de lo que nos pasó a todo lo largo de la lucha clandestina en el paí­s y, particularmente, en diciembre de 1971, en diciembre de 1974 y en diciembre de 1977, no hubiéramos tenido la fuerza suficiente para soportar esos tan duros golpes y superar esas tan difí­ciles pruebas. Lo que de ello nos queda es lo mucho que se aprende de las adversidades.

A veces, sin embargo, no deja de ser paradójico y contradictorio lo que acontece y quizá sea por eso que hay golpes que duelen más y pruebas que son más difí­ciles.

El 3 de diciembre de 1969, nació Ernesto, nuestro tercer hijo. La casa en donde viví­a Ana Marí­a, Pedro y Espartaco, se llenó de inmensa alegrí­a. Por aquellos dí­as estaban por culminar los trabajos de preparación del IV Congreso del partido al que asistí­ como delegado titular electo por la asamblea de cí­rculos de la JPT. Después de concluidas las labores, la dirección me autorizó a pasar el fin de año en donde estaba Ana Marí­a con nuestros tres hijos. Fue de los fines de año más felices que recuerdo. Ernesto era un niño vivaz, cariñoso, inteligente. Nunca llegó a saber en qué andaba metido su papá.

Antes de cumplir sus dos primeros años, repentinamente enfermó. Pese a la eficiencia, dedicación y solicitud de los médicos que le atendieron en el centro hospitalario donde se le internó, falleció el 19 de diciembre de 1971. No me fue posible estar en su entierro y eso lo arrastró como un pesado fardo pero sin ningún sentimiento de culpa.

Lo que todaví­a me pregunto es cómo Ana Marí­a supo soportar semejante golpe y tan tremendo dolor. De lo que estoy seguro es que su enorme fortaleza me ayudó a mí­ a salir adelante.

Y quién de nosotros iba a imaginarse que algo parecido nos volverí­a a suceder seis años después. El 10 de diciembre de 1971 nació Miguel José, nuestro cuarto hijo. Al dí­a siguiente lo fui a ver al sanatorio en donde estaba. A Ana Marí­a nunca la habí­a visto como ese dí­a.

Sin embargo, a eso de las 6 de la tarde del 12 recibí­ un correo en que se me decí­a que el recién nacido se enfrentaba a una complicación delicada. A media noche, lo hospitalicé de emergencia con la esperanza de que superara la crisis. No fue posible. Falleció tres horas después, en la madrugada del dí­a 13. No se lo tuve que decir a Ana Marí­a. Al entrar a la habitación del sanatorio donde estaba adivinó lo que acababa de pasarnos.

Es cierto que no es sólo lo de uno lo que cuenta. Hay que pensar en la angustia, desesperación, dolor y sufrimientos de los familiares de miles de desaparecidos, asesinados y masacrados durante la contrainsurgencia como polí­tica de Estado y que justifica la acumulada indignación ante la impunidad, corrupción e injusticia social imperante.

Perderí­a buena parte de lo que soy si dejara de referir que el asesinato de Huberto Alvarado por las fuerzas militares y policí­acas de Laugerud Garcí­a el 22 de diciembre de 1974, es uno de los más duros y severos golpes contra el partido de la clase obrera guatemalteca y la lucha revolucionaria y popular en el paí­s.

Ana Marí­a, Pedro y Espartaco, saben, tanto como yo, que para tener siempre presentes a quienes ya no están entre nosotros, no se debe olvidar nunca que a lo que jamás debe sentirse uno ajeno es a cualquier injusticia que se cometa contra nuestros semejantes en cualquier parte del mundo.