Se ha dicho siempre que ser diputado es un honor; que es representante del pueblo porque fue electo por el pueblo y que, por consiguiente, es «padre de la patria»…
Sí, sería honorífico el cargo de diputado si éste realmente fuese electo por la mayoría, no precisamente del pueblo, sino por la mayoría de la minoría ciudadana como ha acontecido. Sabido es que gran parte del electorado se abstiene de emitir sufragios.
Oportuno es hacer notar que los ciudadanos no enchufados en los entes de la politiquería no son los que escogen los candidatos a las diputaciones. Son los «julos» de los partidos los que los postulan por ser sus peones que gritan a pulmón lleno, demagógicamente, en los mítines; incluso se vota como a «ciegas» en las papeletas electorales donde aparecen en «masa» (no individualmente) los nombres de los «elegidos» a su mejor conveniencia por los líderes marrulleros.
Eso de que los diputíteres son electos por el pueblo es totalmente falso, pues son los ciudadanos (los mayores de edad y no todos, conste) los que insensatamente los bendicen en las urnas… De la palabra «pueblo» abusan que da horror los politiqueros.
Quizá en no muy lejanos tiempos los ocupantes de las curules congresiles merecían ser considerados como verdaderos dignatarios. .
Desgraciadamente, por lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo de jornada en jornada constitucional, pseudo-constitucional o en situaciones de facto, los «legisladores» que, valga enfatizar, no han sido todos los que han estado, ni han estado todos los que fueron, pues en todas las ocasiones han sido pocos, muy pocos, recalcamos, los aptos para legislar. Los más son unos osados ignorantes que sólo votan a la voz del amo de bancada, por lo regular sin saber por qué elevan el «dedito»?
Los «dignatarios» del cuento casi por lo general han perdido mucho «prestigio», al punto que sólo los borregos talvez los respetan interesadamente y como haciendo «ojo pache»?
Y es que, quien o quienes no respetan con su comportamiento al conglomerado nacional, sino, por el contrario, cometen actos reñidos con la moral en perjuicio de los intereses del Estado y del pueblo, es lógico que no sean dignos de respeto, mas sí de repudio.
Los hechos escandalosos que en los últimos períodos cuadrienales (algunos de ellos inconclusos) de la pasada centuria y los que se han dado en el sombrío caserón de la novena avenida en los inicios del siglo XXI que, por cierto, se ha cargado de nubarrones, pues? sencillamente, dan grima, dan coraje y provocan la repulsa de todos los guatemaltecos, menos, por supuesto, de los politiquientos larguiruchos que conocemos.
Y no se debe perder de vista a unos diputados cuyas figuras exhiben los medios de comunicación, sobre todo la «tele». Se les ve vomitando demagogia y aparentando ser «muy, muy sensibles» en lo que hace a los múltiples problemas que afectan a los diversos sectores sociales empobrecidos que sufren dolor, miseria y tragedia.
Juan Chapín comenta que los mentados «curuleros», como él los califica, están recurriendo al autobombo, muy ladinamente, apuntando al jaleo comicial del 2012?
Piensa el picarón de «Juancho» que más de alguno de los politiqueros de marras están pretendiendo el «relevo» del mero, mero que ascendió al trono del palacio verde el 14 de enero del año que corre y vuela?
No pueden ciertos politiqueros hacer como que hacen a favor (¡?!) de los compatriotas de la tercera edad; de los jubilados con pensiones que en cualquier restaurante «popof» se hacen nada al pagarse un almuerzo familiar o de amigos; de la pobre gente que duerme a la intemperie en aceras de templos, en los duros asientos de los parques, etcétera, porque ya sueñan con el codiciado solio del «guacamolón».
A los 158 diputados de la nueva ola, sobre todo a los que ya echaron «lana» como la que se forma en los muros de casas abandonadas, los está viendo con malos ojos el pueblo de Guatemala. En otras épocas, ese pueblo, a pesar de ser aguantador, ya los hubiera echado a empellones o a sombrerazos por no estar haciendo nada bueno para el país ni para la población, pues lo que hacen es succionar a más no poder las ubres de la «vaca lechera»; es decir, del superinflado presupuesto nacional.