Las corridas de toros hacia su desaparición


Allá por la década de los años cincuenta, don Chon Abularach construyó una Plaza de Toros, no recuerdo el nombre, en terrenos del antiguo Hipódromo del Norte. Fui buen villamelón y no me perdí­a una corrida dominical, llegaba con mi cámara fotográfica a tomar fotos, y de esa cuenta fui fotógrafo oficial de la Plaza. En esos dí­as vino el famoso «mataor» Procuna.

José Antonio Garcí­a Urrea

El toreo en sí­ es un arte, daba gusto ver al «mataor» desfilar por el ruedo al frente de su cuadrilla, con la montera en la mano, el capotillo por el cuerpo cruzado, regio traje de luces vistiendo al compás de su pasodoble ejecutado por la banda. Mi hermano Carlos ( ) fue varias veces Juez de Lidia.

Ante la ausencia de una entidad protectora de los animales, los villamelón se concentraban en el trabajo del diestro quien manejaba a la bestia con gran maestrí­a, y tras cada pase el ¡Ole!, resonaba en el ambiente. Pero ninguno reparaba en el sufrimiento del astado y el sin número de daños que se le infligí­an. El primero ya para salir por la puerta de los sustos, era una roseta en la nuca con un garfio, el dolor lo hací­a salir enfurecido. Los mozos de brega lo capoteaban para que el «mataor» iniciara su faena.

Ahí­ continuaba la tortura, pues si el burel mostraba mucho poder, por medio de toque de clarí­n se llamaba al barilarguero que montado en un jamelgo protegido con una colchoneta, se acercaba al toro para introducirle la pica en el morrillo, que tení­a una rodela, supongo, una distancia de una cuarta a partir de la punta. El toro la arremetí­a en contra del jumento y algunas veces le alcanzaba con los pitones los flancos y el caballo daba por tierra con todo y el del castoreño.

Al toque de clarí­n se cambiaba el tercio y el «mataor», banderillas en mano, se lucí­a pinchándole los garfios en la espalda, eran dos pares, uno de cada lado. El torero se lucí­a con el capote bordando chicuelinas, saltilleras, gaoneras, reboleras que remataban es un vistoso farol. Al cambiar el tercio en la hora de la verdad con la franelilla roja, el torero jugaba con la ya debilitada bestia, soltando una manoletina, un natural con el clásico forzado de pecho; dominado el toro lo obligaba a humillar el testuz para el estonconazo en la cruz, pero si no le acertaba, al tercer intento empezaban las rechiflas, y hasta entonces la gente se daba cuenta del sufrimiento del animal. El Juez de Lidia ordenaba el descaballo, es decir, la puntilla que le aplicaba en el cerebelo el puntillero para terminar con el sufrimiento del astado.

Ahora, con los acercamientos en la televisión se ve con claridad la tortura que sufre el animal; en realidad, así­ ya no se está de acuerdo con este estilo de toreo. Se dice que está perdiendo interés entre la juventud, por una parte es porque ahora hay otro tipo de distracciones masivas, como el fut, que no requieren de mayores conocimientos, y por otra, la poca divulgación y escasos patrocinios comerciales. He oí­do decir que en los Estados Unidos de América, cuando habí­a o hay, no sé, corridas de toros se hací­a sin dañar al bovino, sin que por eso perdiera interés, pues se disfrutaba el trabajo del torero. Quizás eso pudiera hacerse y en lugar de decretar su abolición, reformar las reglas del juego para que el toro no sufra como con el toreo tradicional.