Las columnas de la infamia


Jose-Barnoya

Nací y medio crecí en un barrio auténticamente chapín: el barrio de Santa Rosa, rodeado por iglesias, cantinas, comedores y prostíbulos; y fue por eso que me acostumbré a frecuentar de niño las iglesias, de adolescente los comedores, y ya de estudiante, las cantinas y prostíbulos. A la iglesia de la Merced entraba persignándome frente a San Judas Tadeo, la virgen de Chiquinquirá, San Nicolás, la Virgen de las Mercedes y el Nazareno.

José Barnoya


Lo mismo hacía en la basílica de Santo Domingo en donde platicaba con la Patrona del Rosario, para después adentrarme en Santa Rosa con la Virgen de los Desamparados, Santa Rosa y el Padre Eterno. De cuando en cuando subíamos la octava calle y nos adentrábamos en la Santa Iglesia Catedral, para admirar las esculturas de Santiago Apóstol, Señora Santana y la diminuta Virgen del Socorro. Era el día de Corpus cuando afuera nos esperaban las peras con sus micos y palomas, además de los tayuyos, los elotes y los algodones. Años después, mientras ella se entretenía en la misa de diez, me alargaba hasta el Palacio Arzobispal, para platicar largo con Monseñor Quezada. En espera del final de la misa, discurro por el atrio revisando las columnas que lo circundan. Esas pilastras que antiguamente sostenían a los cuatro evangelistas: Marcos, Juan, Lucas y Mateo, están cubiertas en sus cuatro costados y en toda su extensión por mármol auténtico de Zacapa; plagadas en su totalidad por nombres y apellidos de víctimas inocentes. Cada columna es una denuncia con los nombres completos de los mártires de la represión indiscriminada de los años ochenta.

Como de un interminable catálogo de iniquidad, empiezan a aparecer apellidos y nombres. Primero las víctimas torturadas: los Quisibal, seguidos de los Quixam, Antonio Santay con su prole; los Chibalán, Chiquín, Chipel. Abajito, los Tojín, Tot, Tomás; los Mus, Margarita Muc, y todos los Morente.

En las pilastras del centro es posible leer los nombres de las víctimas ejecutadas: la totalidad de los Hu, los hermanos Ical, Prudencio Ijon, Magdalena Icoj; los Imul, los Itzep y los Ixcoy, que a lo mejor eran vecinos en su aldea.

De las columnas que protegen a la señora que vende veladoras, incienso y mirra, afloran más nombres de víctimas de masacres: Benito, Manuel y Prudencio Mato; los primos Montejo, los abuelos Misti, Mateo Pablo y Juan Pabaquil.

Por donde se les mire, en los cuatro costados, los fustes de mármol de oriente, muestran al mundo los nombres de víctimas desaparecidas: las familias Zapón y Zapeta, los cuatro Caal, los cinco Caba, los siete Cahuec. Además cuatro familias que a lo mejor eran del mismo cantón: Pú, Picón, Sacul y Sisimit. Del mármol resquebrajado por la mano del hombre, aparecen por último: Juan Sitalán, Pedro Sacreb y Mateo Sical. Todos absolutamente todos, víctimas de masacres, torturas, genocidios, desapariciones y ejecuciones. Igual en Nebaj que en Chichupac; lo mismo en Chajul que en Xamán. Nombres autóctonos y no criollos; apellidos vernáculos y no foráneos; una interminable lista de víctimas de la ignominia, mártires perdurables de la insania, la incomprensión y la injusticia. Veo hacia arriba para consultar la hora, y me encuentro con las manos bondadosas y justicieras del Hermano Pedro que claman por justicia.