Parece que la marca a nuestro destino estuviese impregnada de la huella de dolor, luto, impotencia e impunidad permanente. La violencia se ha constituido en nuestra acompañante, ¿lo será eternamente? En tanto como colectivo nos resistamos a visualizar los problemas de fondo, las causas reales del actual estado de cosas, tal situación, no cambiará.
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Los índices actuales de violencia son superiores a aquellas cifras de muerte y sangre producto del conflicto armado interno, que cesó oficialmente el 29 de diciembre de 1996. Hace casi 15 años. También a casi la mitad del camino de los 36 de la conflagración interna. Esos datos son el patético resultado de un Estado inoperante. De un Estado a punto de ser declarado “fallidoâ€, por si no es que siempre lo ha sido y no hemos querido darnos cuenta de ello. Un Estado fallido fundamentado en varias mentiras históricas que con su recurrencia, han pretendido constituirse en verdades incuestionables, pero que a la luz de la propia historia, se caen precisamente por la inconsistencia derivada de su propia falacia. Se nos ha dicho, por ejemplo, del enorme salto “revolucionarioâ€, con grandes “beneficios†a las mayorías, que se derivó de la gesta que concluyó el 30 de junio de 1871, con el ingreso del ejército liberal a la capital guatemalteca. En palabras de un militar ya fallecido: “el país dejó de ser una subdivisión territorial dirigida por las diócesis católicas, para ser dirigida por cuarteles del Ejércitoâ€.
Esa direccionalidad del territorio nacional en dichas subdivisiones propició, entre otras aberraciones sociales, que pudieran entronizarse dos grandes dictaduras, que curiosamente también suman 36 años: los 22 del régimen de Manuel Estrada Cabrera (1898-1920) y el de Jorge Ubico Castañeda (1930-1944). Los saltos cualitativos para el impulso de un desarrollo generalizado no han podido encontrar un eco más allá de unos cuantos años. Se exceptúa de tales consideraciones la autonomía universitaria, la municipal y el régimen de seguridad social, este último cooptado por un criterio de incremento a su capital financiero, en demerito de una atención responsable a la salud de su población objetivo.
Así la historia nos muestra cómo un territorio “acuartelado†limitó la expresión política por la vía de las urnas. Generando una persecución sangrienta a todo aquel que se opusiera a los designios imperantes. Esta limitación de participación política generó por un lado la denominada “utopía de la izquierda†y acentuó el “radicalismo de la derechaâ€, este último adoptando el mensaje de procedencia “divina†para justificar sus atrocidades. Esos atropellos significaron tanto la persecución como la aniquilación física de miles de guatemaltecos por el simple hecho de pensar diferente respecto del actual estado de cosas. La barbarie alcanzó su máxima expresión en el período 1978-1983. De hecho a partir de entonces las posibilidades del surgimiento de un liderazgo de auténtica raigambre de visión futurista han estado ausentes.
Nuestro régimen de legalidad se fundamenta en el supuesto de la buena fe y la dureza extrema para el que altere la norma. Sin embargo, la aplicabilidad de la ley atraviesa por la vía de la excepción impuesta por la clase dominante. El que paga manda. Ese es uno de los puntos de partida que nos tiene sumidos en tal impunidad. No he escuchado o leído a la fecha un planteamiento electoral que apunte a una “disección†histórica de las causas de la violencia que nos acongoja. En tanto esto siga así, esa “señora†(la violencia) será nuestra acompañante.
Por aparte, las promesas electorales no se apartan de constituirse en elocuentes oraciones que llevan una carga de ofrecimientos, pero sin la respuesta concreta del cómo, del cuándo y el con qué. Tanto como ello, el acentuado cierre de los espacios de una real participación política no hace sino acentuar el comportamiento agresivo que al final justifica la violencia adoptada sin discriminación alguna.