Tengo un amigo que al hablar de la violencia en Guatemala me insiste en la novedad del flagelo. Afirma que en sus años de juventud este país era distinto al poder caminar, viajar y hacer turismo sin que nada ni nadie perturbara la paz. Se daban hechos violentos, me dice, pero eran aislados: “en general era un ambiente tranquilo”.
Pero no es el país en el que ahora vivimos. Las estadísticas dan pavor y nos ponen en guardia. Pocos quieren viajar en bus y un reducido grupo de kamikazes se arriesga a caminar por calles oscuras. Vivimos prácticamente en estado de sitio. Psicológicamente estamos arruinados hasta el punto que algunos afirman que somos una sociedad enferma.
¿Cómo llegamos hasta aquí? No lo sé, pero me temo que la Guatemala que hemos construido no es la que prioriza la paz y el sosiego, la tranquilad y el reposo tranquilo. Al contrario, las condiciones están dadas para el asalto a bancos, el robo en gasolineras, los atracos en semáforos y la violencia callejera.
La semana pasada salí a caminar cerca de Cayalá, llevaba el celular en mano, esperaba una llamada. No me asaltaron, pero rápidamente otro transeúnte me advirtió: guarde su teléfono porque por esa osadía (me miró como diciéndome ‘no sea idiota’) lo pueden matar. “Ya lo plomean, gratis”, me dijo.
O sea que lo ocurrido con Baldetti en días pasados no es solo sino la expresión de lo que le toca vivir a los ciudadanos guatemaltecos. La gente filosofa y dice: si eso le pasó a la vicepresidente, ¿qué nos puede pasar a nosotros? En realidad, los guatemaltecos vivimos indefensos, temerosos y a la espera de que la mala suerte se aleje y se esconda. Nos toca rezar y esperar tener fe para que Dios tenga piedad y nos bendiga.
Esa es la razón por la que cualquier candidato que prometa paz y seguridad lleva las de ganar. Fue la causa del éxito del Pérez Molina y la mina a explotar por quienes quieran gobernar. Habría que avisarle a Manuel Baldizón que llevar al Mundial a la selección nacional tiene menos impacto sobre los votantes que ofrecer menos violencia.
Mi amigo, que tiene tres hijas y todavía viaja en autobús, me explicó que este año renunciaría al transporte urbano. Yo puedo soportar los asaltos, pero no quiero arriesgar a mis hijas, señaló. En pocos días comprará un carro y será uno más llenando las calles del municipio guatemalteco. Le dije que igual el vehículo no garantizaba la seguridad, pero me respondió con certeza que al menos reduciría las probabilidades. Yo le deseo suerte.