La vida en provincia


Igual que iguanas permanecí­amos inmóviles sobre la hierba recibiendo entre pasadas de nube, el picante sol del altiplano. Las lagunas de invierno que se formaban en los potreros, visitadas por bandadas de gallaretas eran nuestro lugar preferido al escapar de la escuela. Aquello fue a mediados de los cuarenta recién terminada la guerra. A veces huyendo del maestro y otras gozando de los dí­as de feriado, regresábamos la alegre patojada hasta Santa Cruz.

Doctor Mario Castejón
castejon1936@hotmail.com

Al entrar al pueblo cruzábamos por la inundada cancha de fut, parte del improvisado campo de aterrizaje, en donde cada caí­da de una casa se detení­a un avión. Para la mayorí­a de la gente, aquel objeto mágico que aparecí­a en el cielo sólo podí­a ser piloteado por un gringo. De esos que aparecí­an en los noticieros de guerra que proyectaba en el parque el carro de Mejoral.

A una sola voz, el gentí­o abandonaba la plaza del mercado, calles y comercios gritando: el avión… allá viene el avión. Otro más atrevido completaba lo dicho anunciando: Corran a llamar a don Augusto, era el propietario del único cine que pasaba pelí­culas mudas de los años veinte. Era requerido de inmediato por haber vivido un corto tiempo en los Estados Unidos. Una comisión de espontáneos cumplí­a el ordinario ritual de salir en su búsqueda, para que, como si se tratase de seres venidos de otro planeta, entrevistara a los visitantes.

El buen hombre conciente del absurdo de la situación, respondí­a más con buena voluntad que con convicción, sin creer que sus conocimientos fueran a ser necesarios. Solamente en una ocasión sucedió que de verdad se trataba de unos misioneros extranjeros. Las otras tantas veces, era un piloto militar cuya familia viví­a en Chichicastenango, en donde no se podí­a realizar el descenso. De cualquier forma la comitiva se encaminaba al «campo de aterrizaje», que merecí­a esa categorí­a por tener un embudo de lona que indicaba la dirección del viento. La improvisada pista, estaba por lo demás circundada por cercos sembrados de «chilca» entre rastrojos de maí­z. En su extremo, una zanja de uno a dos metros de profundidad corrí­a paralela al campo. Era mudo testigo de nuestras reuniones de patojada para fumar cigarros de tusa. En algunas ocasiones, compartir un octavo de aguardiente «Pajarote» con el dibujo del tucán en la etiqueta. Animados, con un trago entre pecho y espalda, nos decidí­amos a realizar un concurso de orinadas para ver quien llegaba el chorro más lejos. La comitiva con la mitad del pueblo detrás, se aproximaba al campo. Detenido se encontraba un biplano Ryan, con una bruja montada en una escoba, pintada en el fuselaje. Al lado del avión esperaba sonriente el piloto, un paisano conocido de todos. El desencanto no tardaba en presentarse, al ver que no se trataba de los supuestos extranjeros. La muchedumbre se hací­a humo sin faltar un comentario: Ve pues … no son gringos, es igual que la otra vez. Don Augusto conciente de haber cumplido un deber con la comunidad, luego de ser vitoreado, desaparecí­a .En menos de una hora, el mercado y las calles vecinas volví­an a cobrar vida como si nada hubiera sucedido. Pasado algún tiempo la historia se volví­a a repetir. .

Luego de muchos años volví­ a Santa Cruz del Quiché, encontré la casa de don Augusto en el mismo lugar. El cine ya no existí­a y aquel recordado personaje despareció, la gente decí­a que para que no se le olvidara el inglés se habí­a regresado a los Estados Unidos. Recorrí­ las calles y entré al mercado ese domingo al mediodí­a. Recordé al gentí­o corriendo hacia el campo para ver de cerca aquel mágico aparato, hasta me pareció escuchar su zumbido en el cielo.

Aquellas eran algunas de las entretenciones de la vida en Provincia. Hoy las antenas de televisión por cable aparecen en la mayorí­a de casas, conectando lo que pasa en los extremos del planeta, manteniendo a jóvenes y viejos embrujados frente al aparato. Los teléfonos celulares con conexión al Internet trasladan a sus usuarios a otros mundos. El hombre llegando a la luna y los transbordadores espaciales que se ven como cosa normal, darí­an envidia a los supuestos extraterrestres que los niños nos imaginábamos podrí­an bajar del avión.