Cuando se aborda el tema de la disposición norteamericana de condicionar la ayuda económica y militar a Guatemala al cumplimiento de condiciones que tienen que ver con las adopciones y el resarcimiento a los damnificados por la construcción de la presa para el proyecto hidroeléctrico Chixoy, se escuchan argumentos que vale la pena contrastar con lo que pasa cotidianamente en nuestra realidad.
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Resulta que en tiempos de Colom se negoció con los damnificados un programa de resarcimiento que no llegó a concretarse porque, según el argumento de quienes ahora se oponen a que se indemnice a esos campesinos, el asunto tenía que ser autorizado por el Congreso de la República porque implicaba una millonaria erogación de fondos que no podía disponer por sí y ante sí ningún gobierno sin que se estableciera en el Legislativo el compromiso para garantizar la asignación de los recursos. Ese argumento se repite ahora, una y otra vez, no sólo por funcionarios que de esa manera explican la ausencia de un compromiso formal como el que reclama el Congreso de los Estados Unidos, sino también por ciudadanos que rechazan la “intromisión” extranjera en asuntos de Guatemala, elevando voces de dignidad que buena falta hubieran hecho en 1954 cuando se organizó la intervención grosera de la Agencia Central de Inteligencia para botar al gobierno.
El hecho es que, en efecto, cuando se asume una obligación que compromete las finanzas públicas por muchos años, no digamos cuando se les compromete para siempre, esos acuerdos tendrían que tener el aval del Poder Legislativo para garantizar de esa forma la asignación de recursos en el presupuesto general de la nación. Pero llama la atención que seamos tan puntillosos para hacer ese reclamo cuando se trata de indemnizar a los que fueron víctimas de una violenta presión para permitir que sus viviendas fueran anegadas por la represa de Chixoy, y que no se diga nada cuando funcionarios sinvergüenzas en componenda con iguales dirigentes, celebran pactos colectivos que tienen un costo mucho mayor y más oneroso que se extiende no por una decena de años, sino que adquieren características de perpetuidad.
Yo creo sinceramente en la necesidad de pagar sueldos dignos, no digamos decorosos, a los empleados públicos y especialmente a quienes tienen responsabilidades como las de la educación y la salud públicas. Pero me resisto a aceptar que se pacten aumentos que no tienen ninguna relación con la calidad del servicio que se presta y que se premie a quienes han abandonado su apostolado y su misión de brindar a nuestra niñez y a la juventud una educación por lo menos adecuada, simplemente porque entre funcionarios y dirigentes hay un pacto politiquero.
Es muy de al pelo el argumento para mandar al chorizo a los campesinos damnificados por el desalojo a la fuerza que se hizo para construir una represa, pero no vale un comino cuando se trata de componendas politiqueras que se traducen en menor calidad de la atención al alumno o al enfermo porque nadie se ocupa de la dignidad de quienes tienen que recibir servicios adecuados. Nuestra falta de congruencia sólo se compara con la falta de ciudadanía.