La torpe arrogancia del poder


He estado leyendo las memorias del senador Edward Kennedy, publicadas apenas pocos dí­as después de su muerte y la verdad es que me parece una obra ilustrativa no sólo de la huella de esa familia en la polí­tica norteamericana y del papel del autor en el Senado, sino que también de importantes momentos de la polí­tica de Estados Unidos. En realidad podrí­a uno dedicar varios artí­culos a comentar distintos aspectos del libro, pero dado el torbellino de lo que estamos viviendo y la crucial importancia de los acontecimientos locales, desgraciadamente no se puede distraer el tiempo.

Oscar Clemente Marroquí­n
ocmarroq@lahora.com.gt

Sin embargo, hay parangones que vale la pena destacar porque se trata de cuestiones universales, relacionadas con el comportamiento humano más que otra cosa y por ello me llamó la atención el relato que hace el senador Kennedy de la torpe arrogancia que mostró Richard Nixon en la Presidencia de los Estados Unidos y cómo esa ceguera le terminó costando el puesto. No hubo, desde luego, ninguna revolución ni levantamiento popular y el mismo Nixon habí­a ganado la reelección con una votación abrumadora, pero la actitud firme y decidida de un pequeño sector de la ciudadaní­a, encabezada por la prensa, para exigir el imperio de la ley, terminó siendo decisiva para ponerle fin a una de las presidencias más abusivas de la historia de ese paí­s.

Nixon despreciaba a la prensa y a la oposición, al punto de que, como Serrano, se referí­a a unos y otros simplemente como «hijos de puta». Ordenó acciones de espionaje en contra de los más destacados crí­ticos de su gobierno y se propuso agarrarlos en falta, ya fuera en su vida privada o en cuestiones públicas, utilizando todo el poder de una presidencia que habí­a convertido en imperial para amilanar a sus adversarios. El famoso «Sí­… y qué», tan de moda ahora en Guatemala, era parte del comportamiento de ese presidente que mantuvo una arrogancia torpe que lo llevó a terminar como el único gobernante de Estados Unidos obligado a renunciar al cargo, apenas horas antes de que el Senado lo condenara en un juicio polí­tico.

Y es que quienes alcanzan el poder sienten que tienen derecho a todo y que los gobernados son una partida de imbéciles que no entienden la trascendencia de sus actos y decisiones. Yo he escuchado muchí­simas veces a presidentitos decir que los que critican no tienen suficiente información ni conocen a fondo los entretelones del poder como para calificar lo que se hace en las alturas. Lo cierto es que el endiosamiento que sufren les hace perder la perspectiva y llegan a creer que, en verdad, son iluminados y que el paí­s debiera estar eternamente agradecido con ellos. Eso le pasa a todos, pero mientras más mediocre es un polí­tico, más dado al endiosamiento será, porque los verdaderamente talentosos, los estadistas, tienen profundo sentido de sus limitaciones.

Cuando un polí­tico mediocre no tiene siquiera el balance de una familia sensata que le haga poner los pies sobre la tierra, sino que, por el contrario, su entorno lo empuja a mayores y más torpes actos de arrogancia, es previsible que uno pueda suponer que se terminarán yendo de bruces. La historia siempre da lecciones y en ese libro de Kennedy uno pude encontrar algunas muy ilustrativas.