El menor anuncio de iniciar una discusión sobre reformar el Estado desde las altas esferas del Gobierno ha empezado a desatar, en silencio, expectativas y misterios, dudas y temores. Ya desde la antesala a la segunda vuelta, los rumores sobre la estrategia política de reformar el Estado a través de una Asamblea Nacional Constituyente empezaban a delinear el imaginario de lo que sería el nuevo gobierno patriota, encabezado por el general retirado Otto Pérez Molina.
Por esos días se escuchaban como parte de los sesudos análisis o rumores refinados, que un grupo de militares preparaban la senda reforma. Otras opiniones relacionadas se permitían ofrecer el beneficio de la duda al nuevo régimen, basado en el supuesto hecho que los impulsores de cambios políticos generalmente han estado en el control de información estratégica, se entiende por lo tanto que esos líderes han tenido bajo su tutela los sistemas de inteligencia. Esas mismas voces alardeaban que en este país los cambios siempre habían sido hechos por militares, y que por tanto lo que se podía esperar del nuevo administrador del Estado, era un reformismo a ultranza que moviera los pétreos cimientos de un Estado decadente. Lo que vemos a casi medio año del nuevo régimen no es diferente de los anteriores. Los gobiernos que se estrenan, muy pronto enfrentan el estrés que produce la imperante necesidad de desmarcase de una realidad de la que son objeto y sujeto al mismo tiempo. A este Gobierno se le empieza a colar el agua, pues el carro que los llevó al poder tiene muchos dueños que alegan su parte. El Congreso permanece con las cuatro ruedas empantanadas, fruto de adentrase en las tierras arenosas de la interpelación sin la tracción de la buena negociación política. El Ejecutivo por su lado enfrenta los primeros problemas de la porosidad en el nivel de los cuadros medios, los responsables de la operatividad de la política pública, justo donde la tela es más delgada. En ese escenario, las primeras reacciones ante la intención presidencial de reformar el Estado, dan cuenta de opiniones conservadoras, generalmente de abogados sesentoneses que declaran que no hay que cambiar la Constitución porque ella prevé ya los mecanismos para el desarrollo del Estado. Luego se identifican posiciones neoliberales que alegan corrupción e impunidad, como los males que anclan al Estado, razón y oportunidad dicen, para cambiar la Carta Magna. Las hay también opiniones que temen depuración política en la intención de reformar, esas mismas sugieren que bajo la excusa de modernizar el marco normativo constitucional, el régimen de turno aseguraría monopolio y control del poder político. La reacción común entre todas es “riesgo y temor”. Y es así porque el cambio en esas reglas supone de fondo, reconocer que la Constitución actual contiene el pensamiento más atrasado, fundado en la necesidad estratégica de los ochentas, de avanzar la guerra contrainsurgente a través de la política y no solo de lo militar. Por lo tanto es un instrumento jurídico sólidamente diseñado para mantener las condiciones económicas y política y para nada dispuesta a producir cambios esenciales en las estructuras. La tentación de reformar las reglas que rigen el Estado siempre está presente, sin embargo, conviene tener claro que cambiar esas regulaciones, implica en esencia alterar el régimen que ordena desde la dimensión jurídica, la relación social y por lo tanto la formación económica. Esto a su vez supone pues que el Estado no es un ente institucional sujeto de ajustes normativos cual máquina con tuercas, sino que fundamentalmente es una forma social. En otras palabras, el Estado contiene y es la síntesis de la historia de la formación social y económica de esta sociedad.