La tempestuosa pintura de Andrea Castelli


Por Juan B. Juárez

Se dirá que pintar, al igual que escribir poesí­a o música, es cuestión de oficio. Sin embargo, a la hora de expresarse artí­sticamente es el talento del artista y no la habilidad del artesano lo que determina la «calidad» de la obra.


Sobre lo que sea el talento se ha discutido mucho, pero para nuestros fines baste decir que es la peculiar disposición natural que distingue a una persona y que se manifiesta, por un lado, como una sensibilidad particularmente receptiva para captar determinados fenómenos más que otros y, por otro, como la capacidad concomitante de expresar y comunicar esas experiencias intensas predominantemente a través de determinado lenguaje, pictórico en este caso. Como se ve, el talento no es una simple habilidad, sino propiamente una estructura compleja de la personalidad que involucra los afectos, las emociones, la inteligencia, la imaginación, la actitud, la voluntad, el sentido moral, etc., y como tal estructura es propiamente la que determina el tipo de relación que una persona establece con el mundo. Así­, un pintor conoce el mundo predominantemente bajo su aspecto pictórico, de la misma manera que un poeta lo conoce bajo se aspecto poético, y lo expresa y comunica por medio del lenguaje más afí­n a su sensibilidad.

El oficio se aprende y se puede llegar a dominar; el talento, en cambio, se cultiva, y en ese acrecentamiento cuidadoso va incluido el oficio, la técnica. El lenguaje (quizás habrí­a que decir los lenguajes), no es algo externo que una persona puede usar como herramienta comunicativa o cognoscitiva: es más bien como la piel que cubre nuestros cuerpos y su mayor o menor dominio implica mayor o menor fineza de la sensibilidad a la hora de vivir en el mundo y mayor o menor precisión y eficacia a la hora de expresar la experiencia. Entonces, cultivar el talento no es tarea sencilla: es una incesante apertura de la persona al mundo. En el lenguaje, por otro lado, está contenido el mundo histórico: lo que puede ser conocido y lo que puede ser expresado, lo que puede ser interpretado y comprendido: nuestra piel y también nuestra herencia cultural.

Vienen al caso estas reflexiones ante la pintura intensa de Andrea Castelli de Porras (Guatemala, 1976) que se expondrá a partir del martes en la galerí­a Urbana. Sin estudios académicos formales y prácticamente sin trayectoria (es su primera exposición), su única carta de presentación es su determinación de expresarse pictóricamente. Y aquí­ vale lo del talento. Y lo del lenguaje pictórico. Habrí­a que recordar que la «materia» de la pintura no son las imágenes sino propiamente el color. Y Andrea Castelli tiene instinto para el color, tanto para captar %u2014sentir%u2014 la agitación tempestuosa y el tumulto de estí­mulos simultáneos con que nuestra época nos sofoca como para, correspondientemente, expresar su experiencia vital con la misma intensidad fí­sica y emotiva. Pero sobre todo la determinación expresiva, es decir la intención artí­stica muy definida que se desprende de cierta idea de «artisticidad» y cierta concepción de lo que es o puede ser la creación artí­stica. Tales intenciones y tales ideas y conceptos constituyen de hecho la parte racional de su trabajo y de una obra que deliberadamente quiere ser definida por su contenido emotivo.

Regida en el fondo por esas intenciones y conceptos racionales, en el juego de estí­mulos y respuestas en que se fundamenta su trabajo, la pintura de Andrea Castelli tiene, en efecto, mucho de espontáneo, lo que prueba la genuinidad y la necesidad que como respuesta tiene su trabajo y explica la gestualidad de su «técnica» y el compromiso emotivo que tiene la artista con su propia expresión: sus obras no son el producto fortuito de un arrebato emotivo incontrolable sino la consecuencia de una concentración deliberada de la energí­a emotiva que encuentra en el lienzo el canal de salida. Así­, en su obra, la intensidad emotiva se equilibra con cierto control «estético» de la expresión.

Espontánea, instintiva, gestual, consecuente, la pintura de Castelli no es, sin embargo, del todo irracional. La intención artí­stica y el control estético que emanan de la artista realmente dosifican y modulan la energí­a emotiva: la composición, el ritmo y la orientación de la gestualidad, las armoní­as cromáticas son los recursos operativos para concentrar y encauzar la emotividad en función ya no de una simple descarga expresiva sino de una intención comunicativa claramente consciente. De allí­ que su trabajo pueda ir desde la exaltación aparentemente arrebatada hasta la casi inmovilidad de la contemplación y el arrobamiento; de la violencia y la agresión a la ternura y la delicadeza.

El ritmo, me parece, señala las claves de su pintura. Y también sus lí­mites. Se trata de una respuesta corporal que tiende a las formas que permite la estructura del cuerpo humano. En efecto, lo que queda registrado en el cuadro, la pintura propiamente dicha, es una especie de transferencia de la actividad corporal, las huellas fulgurantes de un movimiento rí­tmico con el cual la artista se «sintoniza» a la hora de realizar su obra. Pero resulta particularmente revelador que el fulgor de tales rastros «dibuje» ciertos signos a los que necesariamente tenemos que llamar arquetí­picos, que ejercen una atracción hipnótica y despiertan en el espectador inquietantes emociones y recuerdos vagamente perturbadores.

En fin, la determinación de Andrea Castelli, su preocupación por cultivar el talento natural, su apertura al lenguaje y a los secretos del oficio, su manera apasionada y profunda, responsable y confiada de asumir la expresión de sus emociones, nos dicen que tenemos una auténtica artista de la cual legí­timamente podemos esperar grandes realizaciones.