Este sábado vamos a profundizar en el sentido estético tan sutil de la música de ambos compositores, pero en particular en la de Schubert, caso único en la música occidental porque siglos adelante Gustav Mahler quiso imitarlo solo que utilizando una gran orquesta. Sin embargo, la bastedad instrumental hace perder la belleza de los Liedes. Esto sucede con las Canciones de la Tierra y con El Camarada Errante entre otros. Incluso Wolf – Ferrari quiso repetir el experimento pero Schubert los anula con su sutil creatividad. Diremos, en primer lugar, que esta música es tan sutil como Casiopea, esposa de lucero, que en su alma de puntillas todo el vibrar sonoro de los mares ancestrales y en sus calles de lirio se desliza mis alas grises.
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela
Reiteramos lo que ya se apuntó: ¿Hay algo más vulgar que el amor? ¿Hay algo más pasado de moda que el pesar? ¿Hay algo más vulgar que la belleza? Y, sobre todo, ¿hay algo más vulgar que la muerte, que llega uniformemente para todos?
Amor, muerte, pesar, belleza, primavera, ensueño, solo estas vulgaridades se encuentran en Schubert y en Schumann. Os pido mil excusas en su nombre. Hicieron con ellas lo que vais a oír, lo que nadie ha vuelto a hacer. Y lo hicieron porque eran seres sencillos, divinamente sencillos, y sabían llegar con una palabra, con una nota, hasta lo más profundo del ser humano. No eran competentes, pero sabían vivir y no se avergonzaban ni de sus goces ni de sus penas y se confiaban al mundo entero sin sospechar que nadie pudiera sonreírse de su expansión. Eran buena gente, grandes ingenuos y grandes hombres. Y, escuchándolos, descubrimos en nosotros mismos que las emociones más directas, más profundas y más permanentes siguen siendo las más esenciales. Nos vemos retratados de cuerpo entero en ellos, y por esto son los reyes del lied, es decir, de la confidencia cantada. Para ellos lo vulgar es compenetración, son emociones primordiales sentidas en común.
Para explicarles debidamente la naturaleza de los sentimientos de estos músicos de lieder tan excepcionales como Schubert y Schumann, es preciso representárseles como muy distintos de nosotros. Los músicos actuales no escriben una página sin concederle una gran importancia, sin que les acosen mil complejas preocupaciones: hallazgos de armonía, transposiciones de otras artes en música, sensaciones literarias y pictóricas, sin contar con el deseo de darse a conocer, de conservar un puesto en la vanguardia, en estos tiempos en que todos se preocupan de figurar en las avanzadas y en que los hombres se gastan muy de prisa.
Pero Schubert y Schumann llevaban, a principios del siglo XIX en las pequeñas ciudades alemanas, casi la misma vida que los cuatrocentistas en las pequeñas ciudades italianas. Era gente sencilla, sin fortuna y sin ambición. Amaban a mujeres modestas, de una manera a la vez muy platónica y muy viva, y conciliaban con suma naturalidad lo que podríamos llamar vida muy burguesa con el culto de la música y del idealismo. Vivían en su rincón y se reunían para pasar alegremente las veladas. Sus mayores placeres consistían en ir a merendar a las ventas de los arrabales, después de correr por los bosques y de vagar por las orillas de los ríos.
Se conmovían como niños e improvisaban, según su emoción inmediata, cantos que se comunicaban unos a otros, criticándolos libremente y jamás se les ocurrió explotar sus trabajos, ni solicitar alabanzas de la prensa. Tal era su existencia en una Alemania apacible, familiar, no aplastada todavía por el Modernismo y cuyos últimos reflejos, cuya última evocación se encontrarán en la “Alemania” de Enrique Heine.