Las calles y calzadas de este país asemejan los pasillos de un supermercado, usted puede encontrar de todo a cualquier precio en cualquier forma, nada es gratis por supuesto, es el espacio público convertido en espacio privado. El área de las vallas pasó de ser un medio alternativo para convertirse en la opción central de la mayoría de empresas y negocios que aspiran a seducir al consumidor en este país, basta ver la inversión de las campañas electorales.
Los mercadólogos, es decir, los que estudian el mercado, llaman a este espacio la publicidad exterior, es el área en el que los individuos se vuelven potenciales consumidores, pues al ser impactados por la seducción y las argucias de las agencias de publicidad, se convierten en más y más compradores. La lógica subyacente es la del sistema capitalista por supuesto, o sea, la aspiración del productor de acumular ganancia para lo cual tratará de producir tanto como le sea posible de una determinada mercancía para ofrecerla con el mayor margen de ganancia para él. Sin embargo, lo que es racional para el empresario no lo es para el trabajador que se ve deambulando todos los días por las calles convertidas en góndolas de productos sujeto a que su inconsciencia lo lleve inexorablemente a la adquisición de una mercancía que no necesita. He ahí pues un primera contradicción de esa relación ilusoria entre maquinaria de alienación publicitaria y masas de individuos como potenciales consumidores, en un escenario de mercado que no lo es porque lo que priva son relaciones de subsistencia. Dicho de otra forma, las vallas publicitan para consumidores que no lo son, porque el trabajo no es pleno y por lo tanto la circulación de consumo se ve limitada por las pobres condiciones de un sistema capitalista, que tiene ropa interior de corte oligárquica y que tiene como referencia histórica, la finca como unidad de explotación y dominio. No hay posibilidad de ser consumidor en un sistema que no lo es, pero los mecanismos ideológicos se despliegan a pesar de esa realidad, entonces surge la posibilidad de preguntarse pertinencias cuyas respuestas pueden hallarse alojadas en la oscuridad de la incertidumbre, por ejemplo: ¿cuál es la incidencia del simbolismo material enarbolado por las vallas, en la conformación de ciudadano? También se puede preguntar, de qué manera ha contribuido décadas y décadas de implacable bombardeo visual constante y permanente, en la construcción de lo que podría llamarse una identidad nacional, asumiendo que dicha edificación es un acto social a partir de los referentes más próximo como lo es el prójimo. Dicho de otra manera más atrevida, es muy factible deducir que la iconografía exaltada en la valla publicitaria, condense la historia del problema de la identidad que tiene como rasos, esconder a toda costa lo precolombino u originario, exaltar la aspiración de un “nosotros†criollo y exponer al mismo tiempo un “nosotros†mestizo, ajustado a presión en la autocomplaciente cápsula de la ladinidad que es más bien negación. Quizá es imprudente hacer esa relación, pero el hecho concreto es que caminar por la ciudad de Bogotá, o la de Managua no es lo mismo que transitar por la calzada Roosevelt; caminar por esas urbes descritas impone una sensación de que algo falta, que hay un gran vacío, cuando en realidad lo que no está es ese enjambre de rótulos que incitan al consumismo en condiciones, que como analizamos arriba, ni siquiera son plenas. Y ni hablar de la contaminación visual, las distorsiones para el conductor o el libre albedrío en el que se despliegan miles de vallas. El desarrollo de la noción de lo público no está dado en el sentido de la apropiación individual de los derechos ciudadanos que luego son legitimados en la colectividad del Estado. El guatemalteco en cambio está orientado para la relación privada en la que podría tener para ser. í‰l viaja por las calzadas atiborradas de anuncios con una frecuencia cada pocos metros, de un mensaje que le ve a los ojos de su inconsciencia invitándolo a consumir para existir.