La serpiente se muerde la cola


Cerca de la segunda vuelta de la elección presidencial, un grueso sector de la población optará por la abstención o anulará el voto. Detrás de esa rebeldí­a ciudadana no late el rechazo hacia la polí­tica sino hacia ciertos polí­ticos, alienados por el poder. Los ciudadanos creen que «otra polí­tica es posible» y que la democracia necesita regenerarse. Se exigen cambios drásticos en determinados «liderazgos» que insisten en recurrir a la injuria como método.

Marco Vinicio Mejí­a

Uno de los ejemplos más cumplidos del polí­tico que no sólo daña a los demás sino al mismo sistema es Mario Taracena Dí­az-Sol, inveterado injuriador y provocador profesional. En muchas ocasiones, las crónicas periodí­sticas han registrado sus exabruptos, bravatas y gritos dentro y fuera del hemiciclo parlamentario. Recientemente, afirmó que Otto Pérez Molina es «un asesino, un cobarde, un ladrón, un secuestrador, un miedoso, un mata-pilotos y un maricón». A eso agregó que es un «chafarote abusivo» y que «tiene una traida o querida», quien «es una prieta bonita que lo manda y con la que anda de arriba para abajo» (PRENSA LIBRE, 7-10-2007).

En ese juego de maledicencias en que se convirtió la contienda electoral, Taracena Dí­az-Sol es el provocador, que está solo y sólo se va penetrando a sí­ mismo sobre la tierra. Normalmente se inmola, no en un fuego beatificador, sino en su propia incontinencia verbal. Entre contener un comentario virulento o estamparlo en el vecino, a riesgo de lastimar orgullos o hundir reputaciones, opta regularmente por lo segundo y es, por lo tanto, más amigo de sus ocurrencias que de sus amigos. Como provocador profesional, hace con la inteligencia lo que el toro con su fuerza bruta: la desperdicia en el ruedo, la desparrama como sangre culpí­gena en la arena de sus desenfrenos, y siempre termina anegado en su propia hiel.

Es muy fácil que una comunidad más o menos civilizada contraiga intolerancia, revele sí­ntomas de perpetuo malestar y se muestre proclive a toda suerte de reacciones extemporáneas. Efectos tan lamentables se consiguen cuando, verbigracia, las exaltaciones de furia dialéctica constituyen el más frecuente recurso expresivo de un polí­tico como Taracena. Los ecos de tal bravuconerí­a suelen esparcirse cuesta abajo, como lava ardiente, y recalientan las ollas sociales donde el estofado de la malevolencia sólo requiere un primer hervor. Plato predilecto de todo cafre y de todo gaznápiro con vocación de «hombre de choque», el estofado de malevolencia provee suficientes energí­as para ejercitar el vandalismo y cuanta tropelí­a derive de la necedad y el resentimiento.

Otras indigestiones se consiguen cuando agoreras turbulencias nos anuncian la continuación de la violencia verbal, de las interminables campañas negras y de un apetito insaciable por la ofensa barata. Lo desastroso es el hastí­o popular ante tanta injuria y, si el abstencionismo habrá de aumentar, será al conjuro de tanta ilusión caí­da en desgracia, como corresponde al polí­tico de la calaña de Mario Taracena, quien está condenado a comerse a sí­ mismo.