La sencillez de una despedida


Marco Vinicio Mejí­a

El pasado 4 de septiembre se cumplieron 15 años del fallecimiento de Luis Cardoza y Aragón, considerado como «la voz más alta» de la literatura guatemalteca. Con la crónica de sus honras fúnebres, reitero que el mejor homenaje que puede tributarse es la lectura de una obra incomparable y apasionada.


La escena era conmovedora. Indeciso ante la posibilidad de comprobar la cremación del cadáver, el amigo aguardaba frente al panteón español. Otto-Raúl González era el solitario deudo. Sostení­a en la mano una desmayada rosa, el delicado presente que le dio Rigoberta Menchú durante el velorio de Luis Cardoza y Aragón.

Otto-Raúl no ocultaba su pesar. Lloré desvergonzadamente, admitió en el trabajo titulado Adorable Lobo Feroz, incluido en la sección cultural del diario El Financiero, como parte del homenaje tributado por varios intelectuales guatemaltecos al ilustre desaparecido. No era para menos su congoja, luego de una fecunda amistad de casi 50 años. Sin embargo, Cardoza no vio con agrado la concesión del Premio Nacional de Literatura de Guatemala a González, en 1990. Durante la visita de los representantes de la Universidad de San Carlos para darle a conocer el otorgamiento del doctorado honoris causa a Cardoza, en febrero de 1992, esos dos importantes escritores guatemaltecos hicieron a un lado la diferencia de apreciación y refrendaron con un abrazo la hondura de sus afectos. Siete meses después, Otto-Raúl estaba tan apesadumbrado que no atinó a reconocer a sus amigos Julio Palencia y Carlos López, cuando llegaron al panteón español. Los últimos forman parte de un entusiasta grupo de guatemaltecos, involucrados en un importante trabajo editorial.

Otto-Raúl también estuvo en la breve velación del cuerpo de Cardoza en los Funerales Gayoso de Félix Cuevas. El deceso ocurrió a las 2:10 de la madrugada del viernes 4 de septiembre de 1992. El cuerpo sólo estuvo unas nueve horas en la funeraria y de allí­ fue trasladado al sitio donde fue incinerado. Mientras duró la cremación, llegaron varios guatemaltecos radicados en México, entre ellos Augusto Monterroso (y su esposa, la escritora mexicana Bárbara Jacobs), Gisela López (hija del escritor José Marí­a López Valdizón) y Aracely Acosta. Solamente López y Palencia aguardaron a que entregaran las cenizas. La persistencia de ambos les permitió evitar las normas del lugar y presenciar la cremación. El equipo utilizado era muy moderno y, al contrario de lo que pudiera pensarse, no sintieron olor alguno al quemar la carne humana. Según Palencia, sólo se produce una serie de sonidos, comparables al oleaje del mar.

La incineración se realizó entre las 4:30 y las 6:45 horas de la tarde del viernes. Antes de cumplirse 17 horas después de su muerte, debido a una insuficiencia cardiaca, el cuerpo de Luis Cardoza y Aragón se redujo a un montón de cenizas, luego depositadas en una pequeña caja de acero inoxidable.

El encargado de hacer consumir el cadáver permitió que Julio Palencia tomara la urna por unos momentos. í‰ste, con mucha ternura, la abrazó de forma tal que frotó una de sus mejillas contra el metal, aún tibio. Momentos después, las cenizas eran trasladadas al que fue su hogar durante muchos años, ubicado en el Callejón de las Flores, Coyoacán.

Para fortuna de los pocos guatemaltecos que hicimos viaje expreso para asistir a sus exequias, las cenizas de don Luis permanecieron durante el fin de semana en esa casa. La única pariente presente, Marí­a Virginia Salvador Cardoza, residente en La Antigua Guatemala, llegó hasta el lunes 7 de septiembre, en la mañana.

Marí­a Virginia solicitó esperar a la delegación de la Universidad de San Carlos para cumplir el deseo de su tí­o de dispersar sus cenizas en el mismo lugar en que fueron ofrendadas las de su esposa Lya, seis años antes. La comisión la conformaron el rector, Alfonso Fuentes Soria, el director general de extensión, Manuel González ívila, la jefa de la división de publicidad, Hada Alvarado, y quien escribe esta relación.

En la mañana del lunes, el rector asistió a las diligencias judiciales relacionadas con el proceso promovido por la Universidad contra los elementos de la llamada «Fuerza Hunapú», presuntos responsables de la muerte de un estudiante y de herir a varias personas durante los preparativos del desfile bufo. Como acusador particular, el doctor Fuentes asistió el tiempo necesario a dichas gestiones, preocupado de viajar lo más pronto posible. La premura de la salida no permitió dimensionar, en el í­nterin, la importancia de la presencia de los representantes universitarios. Se trataba, nada menos, de despedir los restos del escritor guatemalteco más grande que aún quedaba, tan importante y magní­fico como Miguel íngel Asturias y a quien Cardoza le dedicó uno de sus últimos y más controversiales libros.

Manuel González habí­a partido en el vuelo matutino de Aviateca y los otros tres delegados arribamos a la ciudad de México, más o menos, a las 5:30 de la tarde. Durante el trayecto en taxi al hotel Can-Cún, me llamó la atención la considerada referencia del chofer hacia don Luis, una persona muy querida y respetada en este paí­s, según sus palabras y a quien recordaba, en especial, por su papel al frente de la comisión mexicana de solidaridad con Cuba, a la que pronto se enviarí­a el segundo buque cargado con petróleo. El carburante fue adquirido con las donaciones de ciudadanos preocupados por resolver el bloqueo contra el proceso polí­tico cubano.

Dí­as después, Carlos Navarrete, otro importante intelectual guatemalteco residente en México, me confió que don Luis estaba consciente de la situación cubana pero consideraba conveniente una cierta apertura polí­tica en la isla. Refiero esa opinión, pues, si bien Cardoza y Aragón se identificaba plenamente con una sociedad en la que, por necesidad, se han endurecido las posiciones y extremado las medidas, tampoco asumí­a una actitud dogmática hacia el socialismo. Lastimosamente, sus ideas polí­ticas le valieron que su importante obra literaria no permeara en Guatemala.

Una vez instalados en el hotel, nos dieron la noticia de que la despedida fúnebre se realizarí­a al siguiente dí­a, a las 11 horas. Alrededor de las 8:30 de la noche llegó Otto-Raúl González, quien permaneció con nosotros, entre lágrimas, risas y alcohol, durante cerca de 28 horas. Alrededor de las 10 de la noche de ese lunes, en la habitación del hotel recibimos la visita del Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, doctor José Sarukhan, cuyo aire flemático contrastó en forma notable con el elegante desenfado del doctor Fuentes Soria.

A la mañana siguiente, nos dirigimos a Coyoacán. Llegamos justo a la hora fijada para una ceremonia, la cual, por deseo manifiesto de don Luis, se desarrollarí­a con una discreción similar a la que caracterizó sus actos.

La casa del Callejón de las Flores tiene una arquitectura neocolonial, acentuada por el empedrado del estrecho camino de acceso. Elvira Gómez, quien trabajó para los Cardoza, regresaba de comprar pan y, al divisarnos muy cerca del grueso portón que se aprestaba a abrir, nos invitó a pasar. Marí­a Virginia esperaba impaciente en el zaguán. Al vernos entrar, nos saludó con fuertes abrazos y con un silencio que hizo innecesarias las palabras. La primera impresión fue comprobar que la mayorí­a de los asistentes ?no llegaban a diez en ese momento?, eran guatemaltecos.

Saludamos a los presentes sin ningún tipo de protocolo. Los más tenaces llegaron durante los tres dí­as en que estuvieron allí­ las cenizas. í‰stas reposaban sobre la mesa de centro de la sala, cubiertas con una pequeña bandera de Guatemala. De unos tres por seis metros, la sala era flanqueada por una gran ventana desde la cual se apreciaba un hermoso jardí­n.

La viveza de los colores de la mandarina pintada por Guerrero contrastaba con el ambiente de luto. De pequeñas dimensiones, la pintura permaneció en el mismo lugar en que la vi en las varias ocasiones que visité a don Luis en su casa. Sólo ese cuadro y el retrato del dueño de casa, realizado por Carlos Mérida y colocado sobre el conducto de la chimenea, estaban en el mismo sitio. No observé los Picasso ni los Toledo, pero tampoco me detuve en comprobar la certeza de mis percepciones. Para quienes buscaban a Cardoza, era impresionante encontrarse con la gran riqueza pictórica allí­ reunida, toda ella obsequiada a quien fue considerado el principal crí­tico de arte en México. Esta apreciación, recalcada por Fernando Bení­tez en una edición especial del diario La Jornada del sábado 6, fue una de las razones del distanciamiento entre Cardoza y Octavio Paz. í‰ste, con todo y su Premio Nobel, no fue superior a aquél en la ensayí­stica sobre la materia.

Habí­a varios floreros grandes con arreglos de flores blancas y era inevitable sentir un gran vací­o. Es indescriptible la sensación de devastación espiritual que sentí­ en esos momentos, acentuada por la presencia de los exiliados guatemaltecos, quienes abandonaron un paí­s en el cual se niega sistemáticamente la inteligencia. Era un sentimiento de orfandad, provocado por la carencia de patria y no por la ausencia de don Luis.

Elvira se quedó en la cocina, contigua a la sala; miraba en forma impaciente a través de las entreabiertas puertas corredizas. No tení­amos diez minutos de estar en el recinto cuando, presionado por el silencio imperante, Marí­a Virginia hizo caer en la cuenta al doctor Fuentes Soria de que él iniciarí­a las honras fúnebres. En ese instante noté su nerviosismo. Tomó el discurso que llevaba doblado en una de las bolsas interiores del saco. Comenzó por recordar las palabras que pronunció el 14 de febrero de este año, al ofrecer el Doctorado Honoris Causa a don Luis. Repitió las palabras de Cardoza, registradas en el cortometraje preparado para la ceremonia y en el que calificó a ese reconocimiento académico como el más alto honor recibido en su vida. Esa valoración no sólo dignificó a la Universidad sino le reservó el privilegio de dirigir ese emotivo desprendimiento. El rector recordó los aportes de Cardoza a la cultura moderna, el fulminante carácter de su poesí­a, la incisividad de su crí­tica, su entereza ética y polí­tica, su profundo amor por Guatemala. Fue algo tan emotivo que puedo dejar escapar algunos detalles. Contemplé cómo varias personas enjugaban las lágrimas y, por el ingrato atavismo, me resistí­ a llorar. Para contenerme, me quedé viendo hacia la terraza española, como en busca de una respuesta y negándome a que la gravedad recogiera mi tristeza.

Al finalizar la alocución, varias personas se acercaron al rector. Augusto Monterroso le agradeció que lo mencionara. Llevaba un traje color azul naval, corbata negra y camisa blanca. En otras ocasiones, me atrajo la viveza de su mirada y la inteligencia casi burlona que ésta reflejaba pero, esta vez, sus ojos estaban vidriosos. Compartimos la idea de que, hasta para morirse, don Luis quiso estar alejado de bullas. Monterroso hubiera preferido un reconocimiento masivo, más acorde con la dignidad nacional de Cardoza pero, hasta en eso, don Luis hizo una de sus inesperadas jugarretas, anticipándose a lo que consideraba innecesario.

Más que un rito, todo aquello pareció algo eventual, espontáneo, natural. No querí­amos retirarnos pero tampoco sabí­amos qué hacer. Unas seis personas nos sentamos en la mesa redonda del comedor y escuchamos el relato de Elvira, quien lo asistió hasta el último momento.

Transcurrirí­an unos quince minutos desde el final de la intervención del rector cuando otro ex rector de la misma Casa de Estudios, Saúl Osorio Paz, tomó la palabra para atender la solicitud formulada por los exiliados guatemaltecos. Con un trozo de papel en la mano, el ex funcionario carolino habló con evidente emoción. Sus palabras fueron hermosas, sentidas, profundas, breves. La voz se le quebró y debió hacer una breve pausa. Fue muy reconfortante que dos personas, vinculadas por don Luis a una hermosa tradición, oficiaran en nombre de todos quienes se niegan a dejar de pensar y cuyas mayores resonancias se alcanzaron en el acento alto y rotundo de Cardoza. Me sentí­ complacido, como universitario, de que esa luz diáfana haya entrado por las puertas tricentenarias de la San Carlos, aún acechadas por muchas y pequeñas penumbras.

Esperábamos que nos indicaran en qué momento se trasladarí­an las cenizas a su destino final. En un descuido, observé a José Luis Balcárcel tomar la pequeña caja que las contení­a y salir presuroso. Mi primera reacción fue dirigirme hacia el zaguán, en busca de Marí­a Virginia, quien era consolada por Manuel González. Nos agradeció nuestra presencia pero no nos dijo algo sobre la dispersión de las cenizas. Yo no puedo ir, fue lo único que alcanzó a musitar varias veces, casi en forma de quejidos.

Cuatro personas aguardaban afuera, con el motor del automóvil en marcha. José Luis, Elisa y Citlalili Balcárcel y Grischa Feldman, esperaban al rector Fuentes Soria. Alcancé a ver cómo se llevaban a éste en forma presurosa y partí­an para complacer a una grandeza que nos decí­a adiós, yéndose de puntillas por el portón, sin aspavientos, sin grandilocuencias, a la altura de su esplendidez.

Una hora después, cinco testigos dispersaban las cenizas de Luis Cardoza y Aragón, la voz más alta de la literatura guatemalteca, en el llamado picacho Ajusco, ubicado en el kilómetro 29 1/2 de la carretera vieja a Cuernavaca.