La Rusia de Putin


Alternativa. Vladimir Putin, presidente ruso, en una extraña foto en donde corre con un rifle de cacerí­a. Rusia ha vivido estos últimos veinte años entre la modernidad y la tradición.

Quince años después del desmoronamiento de la Unión Soviética, la Rusia de Vladimir Putin se asemeja a lo que se puede ver en todos los paí­ses modernos, pero la imagen occidentalizada de las grandes ciudades del paí­s se borra pronto en los suburbios o en las provincias.


En paralelo, después del periodo de transición marcado por una irresistible atracción occidental durante la primera presidencia de Boris Yeltsin (1991-96), los rusos parecen marcados ahora por un pronunciado pragmatismo y cierta indiferencia, estiman cierto analistas.

Si el centro de Moscú brilla al más puro estilo de Occidente, con sus paneles publicitarios gigantes, sus enormes automóviles extranjeros y sus inmensas avenidas de aceras frecuentadas por personas que se visten siguiendo los últimos cánones de la moda, en los primeros barrios periféricos, como Tekstilchiki (sureste), el panorama cambia radicalmente.

En las inmediaciones de la parada de metro, ruinas humanas altamente alcoholizadas alternan con mujeres de rasgos cansados, que se visten con los tristes colores soviéticos y llevan penosamente bolsas llenas de vituallas hasta ascensores polvorientos y «podiezds» (entradas de inmuebles) con frecuencia impregnados de orina.

«No olvide una cosa. Formamos parte del grupo BRIC (Brasil, Rusia, India, China), todaví­a estamos lejos del Occidente moderno, y tenemos nuestras insuficiencias endémicas: la clase media y la producción siguen siendo anémicas, las inversiones se marchan al extranjero, la corrupción es omnipresente», explica Oleg, un universitario que prefiere mantener el anonimato.

«Vivimos mejor que con Boris Yeltin o en la URSS, eso no se puede negar. La polí­tica ya no nos interesa mucho, pero tampoco Occidente. Buscamos una tercera ví­a», señala a su vez Alexandre Tsukanov, un ingeniero de minas de 41 años, que evoca una idea bastante parecida a del movimiento eslavófilo bajo el régimen zarista, que privilegiaba una ví­a propia rusa para el desarrollo de Rusia.

De hecho, la fascinación por Occidente dio paso rápidamente a la desilusión y el rechazo. En un estudio reciente del centro de opinión ruso Levada, 74% de personas interrogadas estiman que Rusia debe «seguir su propia ví­a de desarrollo».

«La publicidad que invita a escuchar La Voz de América, la emisora estadounidense que difundí­a los parabienes de la libertad occidental, tan seguida en las cocinas al abrigo de los micrófonos escondidos durante la Unión Soviética, ya no tiene audiencia, recuerda Tsukanov. «Nosotros queremos vivir, sencillamente, con un mí­nimo aceptable, sin hacer planes de futuro».

«El ruso medio no hace previsiones más allá de una semana», comenta Oleg. Numerosos rusos no pueden permitirse vacaciones en el extranjero, un coche occidental o una cita en un restaurante chic», señala.

Sólo cuatro ciudades parecen concernidas por el lujo a la occidental: Moscú, San Petersburgo, Ekaterinburgo (Urales) y Vladivostok (extremo oriente), ésta última muy influenciada por la vecina Japón. En el resto del paí­s, el estilo de vida occidental todaví­a está muy lejos, estiman los observadores.

Cerca de la parada de metro moscovita Krasnopresnenskaia, muy cerca del centro histórico, una tienda vende «kvas», brebaje a base de pan de centeno, y los «tchebureki», buñuelos de carne, muy frecuentes en tiempos de la URSS.

Ausentes un tiempo del mercado, durante la era Yeltsin, estos productos han reaparecido pero con una variante: el kvass viene ahora en lata cuando antes se vendí­a en recipientes de cristal, y los tchebureki se codean con las pizzas.