Por Juan B. Juárez
Producto de una observación detenida y minuciosa, el dibujo implica un despojamiento de la corporeidad de los objetos, una especie de reducción que ciertamente no llega al puro concepto intelectual porque precisamente se detiene en las formas esenciales, pero todavía concretas, que definen la identidad de su modelo real o imaginario. A medio camino entre el concepto y el objeto concreto, las imágenes que ofrece el dibujo pertenecen propiamente a la imaginación, entendida ésta como una facultad del entendimiento que participa activamente en el proceso del conocimiento.





Y es que el dibujante, incluso el más detallista, no quiere «copiar» los objetos ni dar una ilusión de lo real sino simplemente traducirlos a un lenguaje que no obstante su simbolismo formal no renuncia a la intuición sensible a la hora de comunicar contenidos complejos. El uso didáctico del dibujo ejemplifica muy bien esta característica de lo gráfico, tanto en el aspecto de reducción formal como en el de lenguaje comunicativo, que lo sitúa, como dijimos, a medio camino entre lo conceptual y lo concreto.
Sin embargo, es en el campo artístico donde la pertenencia del dibujo a la imaginación resulta más evidente. Es más, en el dibujo artístico contemporáneo asistimos a una especie de liberación de la imaginación del mundo de los objetos concretos, al extremo de que actualmente lo imaginario constituye un universo autónomo, aparentemente sin referencia a lo real. En efecto, el dibujo artístico contemporáneo abandona su función descriptiva y se vuelve predominantemente expresivo: ya no se origina en un modelo sino en una emoción para la cual el artista debe «imaginar» una imagen; o más exactamente: ya no es el modelo objetivo el que orienta la línea descriptiva sino es la emoción la que, desde el interior del artista, hace brotar una imagen cargada de subjetividad. La referencia a lo real queda, entonces, relegada a un segundo plano, aunque no totalmente olvidada pues lo real es en última instancia la causa de las emociones y de los estados de ánimo que desbordan y se transparentan en el dibujo; y de esta manera, lo imaginario no es simplemente una ficción o un desvarío de la imaginación sino propiamente una manera de expresar una relación más interiorizada con lo real, no exenta de lucidez y de espíritu crítico.
Los expresivos dibujos Guillermo Hernández (1984), Ludin López (1983) y Gume Mejía (1985) que se exhiben actualmente en Casa de Cervantes ilustran muy bien el surgimiento de un imaginario lúcido, crítico y emotivo a partir de la vivencia íntima e intensa de estos tres jóvenes artistas en el medio social y artístico guatemalteco. Precisamente por su juventud, no deja de ser significativo que en lugar de dejarse llevar por promesas de éxito que ofrece la pintura decidan abordar un género más tradicional y cercano a lo académico, que implica, además de mayor rigor técnico, los riesgos de una introspección que puede ser penosa no sólo porque expone sus interioridades personales sino también porque que señala al contexto real donde se origina su visión crítica.
El dibujo de Guillermo Hernández titulado Alegoría de la pintura quizás revela algo más que el dominio de la perspectiva, el claroscuro y la geometría: una cruz clavada a un caballete, en efecto, constituye una visión ciertamente desencantada del arte de la pintura y de la actitud con la que, según este artista, se ejerce el oficio de pintor. Otros dibujos del mismo artista en los que literalmente juega con la perspectiva para construir espacios y ambientes vertiginosos tienen la misma tónica irónica, casi sarcástica. La ejecución aparentemente rápida, que sin embargo oculta el rigor técnico y matemático que le sirve de base, termina de expresar ya no sólo el desencanto sino además cierto desdén.
Si el riguroso estilo geométrico predomina en la construcción de los inhabitables espacios de Hernández, en López es la libertad imaginativa la que orienta su figuración irreverente y cuestionadora, fundamentada, por otro lado, en un acusado dominio de la anatomía humana. Lo que él crea no es un espacio sino propiamente una atmósfera quizás un poco lóbrega y siniestra, dentro de la cual la realidad es despojada de sus apariencias edificantes y se muestra en su cínica crueldad. Los títulos de sus obras resultan muy ilustrativos de la amplitud de su escepticismo implacable: Sociologías de bolsillo, Carrocería industriosentimental.
Los dibujos de Gume Mejía son sin duda más emotivos. Las distorsiones y transfiguraciones metafóricas de la figura humana están más directamente relacionadas con emociones, podríamos decir, primarias y elementales: el miedo, el acoso, la agresión, la invasión de la intimidad. De allí los trazos aparentemente casi compulsivos y los contrastes bien pronunciados que le dan a sus imágenes una expresividad verdaderamente conmovedora y convincente.
No obstante los estilos bien diferenciados, los tres artistas se reúnen en sus autorretratos: sarcástico el de Hernández, irónico y escéptico de López y revelador, en su mirada transparente, el de Gume Mejía. Pero lo relevante no son sus interioridades emotivas sino sus estados de ánimo sino el contenido de sus expresiones que puede ser el punto de partida para un diagnóstico ya no personal sino social y artístico.