La quema del diablo


La cultura es dinámica, se transforma tanto como los seres humanos que la crean y la conservan. Por lo tanto, las expresiones culturales que identifican a una comunidad están determinadas por las modificaciones que la propia comunidad realiza. Aún más especí­fico, cada individuo crea sus propias modificaciones del patrón cultural que conserva en vigencia.

Aní­bal Chajón Flores

Por ejemplo, la mayorí­a de guatemaltecos come tortillas, pero no todas las tortillas son iguales ni todos los guatemaltecos exigen la misma calidad en la elaboración de las mismas. En algunas regiones de Guatemala se espera que las tortillas se «hinchen», es decir que en el proceso de cocción una parte de la masa se separe de la otra por el vapor de agua, esto es considerado evidencia de la buena calidad de la tortilla. Por el contrario, en otros lugares, esto no es necesario. En la actualidad, prácticamente ha desaparecido la exigencia de tortillas con estas caracterí­sticas, ya que el ritmo del mundo contemporáneo exige rapidez y no esmero en la preparación de la tortilla. Por otra parte, en muchas partes del paí­s las tortillas son compradas, no elaboradas en casa, lo que disminuye las expectativas en la calidad de las mismas.

Las luminarias

Existen otras caracterí­sticas que distinguen a la cultura guatemalteca, entre las que destacan las luminarias que se encienden en la ví­spera del dí­a de la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen Marí­a. Como en todas las fiestas religiosas del pasado hispánico, de tradición judeo-cristiana, la celebración empieza a las seis de la tarde del dí­a anterior. Para iluminar la noche se encendí­an luminarias para la festividad, ya que la luz del universo, Jesucristo, llegarí­a al mundo gracias a la pureza de su madre, Marí­a, concebida sin pecado original. Esa es la razón de escoger las seis de la tarde para la quema de los fogarones actuales.

Según la teologí­a cristiana, Jesús no habí­a heredado el pecado original. Según el libro del Génesis, el pecado original se transmití­a de padres a hijos, por lo que era necesario que la madre de Cristo, su única relación con el género humano, estuviera libre de pecado y, para ello, se desarrolló la doctrina de la Inmaculada Concepción. La doctrina fue exaltada por la comunidad franciscana en el continente americano, y a ellos se atribuye la difusión de las luminarias.

Sin embargo, las luminarias, como el ejemplo descrito de las tortillas, también sufrieron modificaciones. Los relatos de los viajeros del siglo XIX, como el de John Lloyd Stephens, quien describió la fiesta hacia 1839, se limitan a indicar que las casas permanecí­an iluminadas con luces de colores, antecesores de las veladoras de colores que existen en la actualidad, para iluminar el paso de la procesión de la Virgen, conocida como «rezado», ya que en las esquinas de las calles se desmontaba la imagen para colocarla en altares preparados ex profeso y rezar en las confluencias de las ví­as. Es probable que las familias menos acomodadas no pudieran costearse lámparas de aceite con papeles de colores y se utilizaran sencillas antorchas y teas de ocote.

La práctica fue en aumento de proporciones hasta culminar en los fogarones, que ya están documentados a principios del siglo XX. Es probable que el incremento del material combustible se debiera a que, en ausencia de los religiosos franciscanos expulsados por los gobiernos liberales, la tradición fuera apropiada por los propios habitantes y perdiera su sentido original, ya que se encendí­an en todas las calles de la ciudad, independientemente del paso del rezado y con preferencia si no pasaba la procesión, para dar libertad a los fogarones. Los niños y jóvenes convirtieron el fogarón en motivo de competencia con sus vecinos, para elaborar el más grande y el que durara más tiempo.

Los fogarones

A lo largo del siglo XX, niños y jóvenes iban a los barrancos cercanos en busca de ramas secas como combustible para su fogarón. En algún momento, talvez como resultado de la prédica de algún clérigo, se incorporó la imagen de expulsar al demonio barriendo la casa y sacando trebejos inservibles para quemarlos junto a las ramas. Si se quemaba un objeto de grandes dimensiones y material más sólido que las ramas se obtendrí­a un éxito absoluto no sólo en la «cuadra» sino en todo el barrio: llamaradas más altas y mayor duración.

Lamentablemente, la costumbre y la competencia juvenil degeneraron hacia el decenio de 1970, cuando se quemaban colchones de materiales sintéticos y hasta llantas de automotores, con un grave atentado contra la conservación del ambiente. Se podí­a observar hasta tubos metálicos de muebles que eran arrojados al fogarón sin separar las partes combustibles de las que no lo eran, añadiendo calor a pinturas sintéticas y materiales tóxicos.

Desde el decenio de 1950 se habí­an iniciado medidas tendientes a la conservación del ambiente en Guatemala. Las voces de alarma por la contaminación ambiental en todo el planeta hicieron eco, sobre todo, después del estallido de las bombas atómicas en la Segunda Guerra Mundial. Así­, surgieron las primeras áreas protegidas. Sin embargo, los involucrados en la conservación ambiental eran pocos y se concentraban en cí­rculos académicos. Fue hasta finales del decenio de 1970, cuando los abusos en la combustión de materiales tóxicos en los fogarones habí­an llegado a su punto más alto, que se trató de limitar la quema de objetos que perjudicaran la salud y el entorno.

Para encontrar la solución, algunos ambientalistas propusieron, y así­ lo publicaron en los medios de comunicación, erradicar una tradición guatemalteca, única en el mundo, para proteger el entorno. Sus reclamos no eran ociosos, la contaminación por quema de llantas y otros objetos era peligrosa no sólo para la atmósfera sino para las propias personas que les habí­an encendido fuego. En el decenio de 1980 se pudo observar una lenta disminución en la quema de fogarones entre vecindarios donde la población tení­a acceso a la educación formal, que recomendaba el cese de la tradición, mientras que, en los barrios populares aún permanecí­a vigente, aunque sin las debidas medidas de protección ambiental.

Ingenio artesanal

Hacia el decenio de 1990, la tradición disminuyó sensiblemente en la capital pero permaneció fortalecida por fogarones de menores dimensiones. Sin pretenderlo, las medidas ambientalistas habí­an obligado a la tradición a retornar a sus orí­genes. Por su parte, los artesanos habí­an encontrado una forma para conservar la tradición sin dañar demasiado el ambiente: las piñatas con la figura de diablillos.

Surgidas a finales del decenio de 1980, las piñatas de diablillos están hechas como el resto de piñatas guatemaltecas, también únicas en el mundo. Se supone que las piñatas son de origen italiano y que llegaron a América donde se convirtieron en «ollas frágiles» (de ahí­ su nombre), hechas de cerámica, revestidas de papel y con dulces y regalos en su interior. En Guatemala, las piñatas son estructuras de alambre, forradas de papel, decoradas con papel de china recortado en «flecos» y con figuras agradables para niños y adultos. Así­, la figura del diablillo para ser quemado el 7 de diciembre se hizo popular y, en muchos casos, el único objeto para ser quemado en los fogarones. En vez de dulces, el interior de los diablillos contiene cohetes para hacer más llamativo el fogarón, lo que requiere de la presencia de adultos en la quema.

Si la familia cuenta con suficientes recursos, se adquiere una piñata de grandes dimensiones, de lo contrario, se puede obtener una piñata pequeña pero con la misma gracia y encanto de las figuras mayores. Desde finales de noviembre se puede observar en las piñaterí­as, sobre todo las que se encuentran en las inmediaciones del Parque Colón del Centro Histórico, diablillos en espera de los fogarones. En otras partes, como en la Antigua Guatemala, se manda confeccionar un diablo de tamaño mayor que la escala humana, para realizar una gran fiesta. Las viejas luminarias, que se encontraban en pocas casas de la capital, cedieron el paso a los fogarones en todas las calles y barrios, para continuar la tradición transformada por las necesidades ambientales en alegres figuras de color rojo encendido, con barbas y cachos.

Por lo tanto, la tradición se ha transformado, en una búsqueda de integrar la responsabilidad ambiental con la herencia del pasado. Se sigue «quemando al diablo», en una actividad que exige la integración de adultos y niños de la misma familia. Talvez la competencia entre jóvenes haya disminuido, pero se logró mantener ese enlace con las generaciones precedentes que hacen de Guatemala el cobijo de expresiones culturales únicas en el mundo.