Raniero de Mónaco se marchó a Hollywood para encontrar una princesa con la que asegurar el futuro del Principado y devolverle su brillo perdido; y halló a Grace Kelly. Alberto de Mónaco, su hijo, y ahora monseñor del Estado monegasco, también ha buscado su princesa con el mismo objetivo, pero lo ha hecho en el mundo en el que mejor se mueve: el deporte. Si hace 25 años, Alberto se paseaba por las calles de Madrid durante la disputa del Mundial de Natación con el saltador de trampolín Greg Louganis, ahora lo hace por las alfombras de los palacios europeos con Charlene Wittstock, una nadadora de 33 años que acaba de salir de la piscina para convertirse en la gran esperanza del Principado y acallar los rumores sobre Alberto y su escaso interés por el matrimonio a sus 53 años.
Dentro de un mes será la gran semana de Alberto y Charlene. Porque la suya no se trata de una boda al uso, de esas que organizan las casas reales. Ellos tendrán dos bodas: una civil el 1 de julio y otra religiosa el 2. Además habrá conciertos en las calles, fiestas en las mansiones de los Grimaldi y espectáculos de todo tipo con el objetivo de promocionar las bondades del Principado de Mónaco. Y es que si en esta boda se presupone que hay amor de por medio, lo que nadie duda es que se trata de un matrimonio del que depende el futuro de este pequeño Estado que vive permanentemente amenazado por ser fagocitado por Francia. Su supervivencia depende de que los Grimaldi sigan gestionando su destino más como empresarios de un próspero negocio que como miembros de una casa real. Pero para ello el príncipe debe tener descendencia reconocida y Alberto hasta ahora la tenía, pero no era la adecuada. Hace varios años se filtró que era padre de una niña residente en Estados Unidos, y de un niño que pasaba temporadas en Mónaco.