La planta


Aunque cause asombro y dada la cercaní­a con Taxisco, el pueblo del presidente Arévalo, hasta 1949, en Chiquimulilla no habí­a servicio de energí­a eléctrica. En una que otra casa adquirieron refrigeradoras que producí­an frí­o, a base de llenar un depósito con gas y encender una mecha que mandaba el calor por un tubo. Ese aparato lo trajeron los chinos que tení­an almacenes de todo. Gracias a eso podí­amos saborear pequeños helados de leche con vainilla o comprar aguas frí­as. Para la feria, el frí­o lo proporcionaba no Gilberto Melgar, pues tení­a una fábrica de hielo que funcionaba a la par de su trapiche que producí­a panela.

René Arturo Villegas Lara

A mediados del año 49, siendo alcalde mi padre, Ovidio Villegas, la corporación decidió darle luz a la población, adquiriendo un gran motor de diésel que instalaron en el predio que estaba atrás de la Comandancia, donde hoy está el mercado. La inauguración fue todo un acontecimiento: el parque se adornó con bombillos de todos colores, se invitó a funcionarios del gobierno y se armó tremendo baile de gala con traje de casimir los hombres y con vestido largo las mujeres. Desde el quiosco que construyó el alcalde anterior, don Adolfo Montepeque, Mario Méndez, entonces alcalde de la ciudad, Manuel Galich y otros funcionarios, dijeron sus discursos y no recuerdo quién subió la palanca para que todo el pueblo se iluminara. A lo lejos se oí­a el ruido de la planta, que encendí­a y apagaba don Guayo, de las 6 de la tarde a las 10 de la noche. Por cierto que la gente le puso el apodo de «Guayo Planta». Costó mucho llegar a ese momento en que se hizo la luz. El tiempo, en palabras de don Ramón A. Salazar, seguí­a siendo viejo y atrasado. La escasa agua potable que surtí­a al pueblo no era domiciliar, sino que habí­a chorros en algunas esquinas de los barrios para ir con el cántaro a surtirse de agua. Para lavar ropa o bañarse lo más práctico era ir al rí­o Ixcatuna. Claro que el diésel costaba centavos, pero conseguir esos centavos también costaba. Todo es relativo. Se sabí­a que en la finca El Prado, de don Rosalí­o Herrarte, con un pequeño rí­o que vení­a de las faldas del Tecuamburro, se moví­a una sencilla turbina que le daba luz a la finca sin gastar en diésel. Por eso don Santiago Sam, un italiano que sabí­a de todo, especialmente de máquinas y tecnologí­as que ya se usaban en Europa, decí­a que el dí­a que se aprovecharan todos los rí­os encajonados entre las montañas, Guatemala se iba a iluminar en todos su confines. Lejos quedarí­a, entonces, la costumbre de poner en hornacinas los candiles de gas, las candelas de sebo acuachadas o las rajas de ocote, para dar alguna apariencia de iluminación. El tiempo seguí­a siendo viejo.

¿Por qué cuento todo esto? Porque no entiendo esa vaina de oponerse a la construcción de hidroeléctricas u otras fuentes de energí­a que nos liberen de la creciente factura petrolera. Sólo en el paso de Sinacantán, en donde el rí­o de Los Esclavos va profundo y a donde nos í­bamos a bañar con el licenciado Héctor Pineda Yaeggi, se podrí­a construir una segunda planta. Y si se previenen los daños que causarí­an las inundaciones y cuidando el entorno ecológico, nos liberarí­amos en gran medida de esa carencia de energí­a que frena el desarrollo, sin perder de vista el beneficio obligado de esas explotaciones para las comunidades aledañas, a efecto de que cualquier adelanto sea en bien de toda la sociedad. Por eso siempre me recuerdo del lema polí­tico del coronel Paiz Novales, cuando en su propaganda presidencial, decí­a: «No permitamos que el agua de los rí­os se pierda en el mar». ¡Tanto rí­o y tanta agua de la Costa Grande que se pierde en el mar!