La semana pasada asistí al Seminario: Medios de Comunicación y Violencia, organizado por el Instituto de Transformación de Conflictos para la Construcción de la Paz –Intrapaz–, de la Vicerrectoría de Investigación y Proyección, de la Universidad Rafael Landívar.
Se convocó a distintos profesionales para abordar el tema en forma multidisciplinaria, como efectivamente lo planteó el coordinador del evento, Luis Mario Martínez.
Me tocó compartir una mesa, con Karla Olasgoaca, filóloga peruana, ganadora de un certamen literario de la PDH y que ha sido acosada por delincuentes de Panajachel, en vista que el cuento –ficcionalmente– representa una denuncia de cómo operaba un grupo de “enmascarados”, al amparo de ciertos poderes locales. También compartimos con la connotada periodista Alejandra Gutiérrez, editora de Plaza Pública, un semanario digital extraordinario, de la citada Vicerrectoría landivariana.
Mi tema iba a tener un enfoque posmodernista sobre la violencia, pero luego de escuchar la filóloga, me quedé literalmente mudo, al enterarme cómo un caso tan impactante, apenas si ha sido abordado por los medios de información, pues colinda con las más íntimas fibras de la libertad de expresión.
Las capas privilegiadas del planeta, vivimos en un mundo producto de la revolución industrial de la electrónica y la instauración del proceso de globalización. Todo ha sido trastocado, desde el concepto de “tiempo” hasta la concepción misma de “espacio”. Se han desmantelado estas dos categorías humanas, que sirvieron –durante siglos– para medir nuestra relación con valores importantes en nuestras vidas.
Pero también otros conceptos esenciales, como el de esencia y apariencia, el modelo existencial de la autenticidad y la inautenticidad; el esquema freudiano de lo latente y lo manifiesto, o de la represión, también han cambiado. Y, recientemente, la gran oposición semiótica entre significante y significado. Yo iba a seguir algunas de las ideas de Jameson, sobre la posmodernidad, para intentar hacer una relación con la temática.
Y quiero referirme al terremoto que sentimos esa mañana del 7 de noviembre, a las 10:35 horas, que nos hizo huir del salón donde estábamos reunidos. El significante que percibimos fue la fuerte sacudida sísmica, nos alertó sobre lo sucedido. Pero como solo vimos moverse muy fuertemente techos, paredes y lámparas –sin mayores repercusiones– seguimos en el Seminario. El significado de ese remezón, sin embargo, era mucho más impactante de lo que imaginamos…en especial, en San Marcos. La fuerza del sismo había causado tragedias, problemas graves.
Así sucede con la violencia: impacta profundamente en las conciencias, pero sólo alcanzamos a percibir las señales externas (significantes, traducidos en palabras e imágenes que los medios nos traen diariamente) y no imaginamos lo impactante y devastador que pueda resultar en la psiquis de nuestra gente. Yo creo que hemos perdido el sentido semiótico de la violencia en Guatemala, porque al consumir tantas noticias de este tipo (durante tanto tiempo) nos hemos vuelto insensibles. Es parte ya de nuestras vidas y el umbral de los hechos noticiosos de violencia es tal, que nos hace siempre “normalizar” eso tan anormal que leemos, escuchamos o vemos diariamente. Y cada día sube más el volumen; cada día nos insensibilizamos un poco más, al acostumbramos a estas descargas envenenadas que recibimos a diario.
Pero… quedamos al margen de estas noticias, pues pasamos la hoja del diario, cambiamos de canal o de radio estación… y seguimos desayunando. ¿Tranquilamente, como si nada? Hemos perdido el sentido de lo que verdaderamente es el significante y el significado de la violencia noticiosa. Nos hemos acostumbrado tanto al fenómeno, que ya somos parte de él. ¿Habrá algún impacto, pero nos resulta imperceptible? Los medios han creado un imaginario definido… parecido el terremoto del miércoles, que sí lo percibimos los capitalinos, pero sin imaginar los estragos causados en la periferia.