Ha vuelto a ponerse de moda la pena de muerte. Que si conviene, si no, que hay que pensarlo… El caso es que parece un tema infinito, de esos condenados a aparecer toda la vida, parecido a las notas del hambre en el famoso corredor seco: año con año hablamos de niños hambrientos y desnutrición. ¿Pero es que conviene aplicar la pena de muerte o no?Â
Personalmente no lo sé. Tengo momentos de arrebatos cristianos y los textos bíblicos (de esos que dan para justificar casi todo) pululan por mi mente. Igualmente, repaso de memoria las citas conciliares, Padres de la Iglesia, cartas pastorales, clases y sermones y me siento seriamente tentado de escribir en oposición visceral a cualquier daño infligido contra los famosos derechos humanos.Â
Luego desciendo desde lo alto, me encarno, vuelvo a la normalidad y me dan ganas de exterminar hasta al más mínimo carterista concebido por el pensamiento. Me vuelvo intolerante y el odio me conduce a llevar a la hoguera a tanto robacelulares, extorsionista, traficante, banquero, prestamista (los administradores de tarjetas de crédito) y hasta prender fuego a las telefónicas por complacientes y estafadores. Siento deseos de prenderlos a todos en una misma pira y cocinarlos al vapor para que el humo se los lleve juntos.Â
Entonces no sé determinarme por ninguna cosa. Me quedo impávido, inmóvil, incapaz de hacer nada, más que escribir (vaya irresponsabilidad la del columnista). Acertando sólo en una cosa: siento «pena de muerte». Cierto, me da pena tanta muerte. Hoy un niño, mañana una anciana y pasado… siento que puedo ser yo. Luego sufro zozobra, miedo, eso, «pena de muerte». Â
Siento «pena de muerte», horror a la muerte, espanto por ella. Y como yo, imagino, muchos comparten lo mismo. Y no por puro egoísmo (como me pasa a mí), sino por los hijos, la familia, los proyectos a la mitad y porque vaya… uno siente ganas de vivir. Es lógico, por tanto, que quien está condenado a la «pena de muerte» seamos los ciudadanos normales, los que trabajamos, andamos en bus o circulamos por las calles.Â
En realidad, la sociedad ha sido benevolente. Más exactamente los gobernantes. Porque, mientras nosotros los perdonamos, ellos ya nos tienen en salmuera. Nosotros vivimos a diario en capilla ardiente, el dictamen ya ha sido pronunciado: un día de estos morirás, te secuestraremos o simplemente te haremos daños, no te nos escaparás.  Entonces, como amamos la vida, decidimos vivir presos. Qué lógica más absurda. Los delincuentes por las calles y nosotros encerrados.Â
El miedo nos tiene guardados en las casas, bajo llave, con policías particulares, sin poder contestar el teléfono, vigilando el celular. Los enfermos somos nosotros, no los delincuentes. Ellos son «normales», no sufren miedo, caminan tranquilos, confiados, seguros, no tienen fecha de caducidad.  Saben que nos tienen capturados, que somos presa fácil y tenemos temor, mucho miedo. Son conscientes que estamos desesperados y no hay santo al cual rezar.
Por todo esto, la pena de muerte está vigente. Ha sido aplicada a nosotros. Mientras, nos debatimos en reflexiones y filosofamos sin saber qué hacer.