«La plaza Murillo se ha convertido en un infierno», repetía una y otra vez el maestro de ceremonias que anunciaba el paso de centenares de alegres diablos que bailaban en el centro de La Paz, Bolivia, para reivindicar la danza de la diablada como propia. El olor a azufre y pólvora eran penetrantes. Los bailarines derrochaban energía en cada uno de sus pasos. Las máscaras multicolores echaban fuego por los ojos. Y las bandas de música hacían vibrar a miles de paceños que se apostaron en la plaza para aplaudir a los danzantes.