Esta semana celebraremos el decimocuarto aniversario de la Firma de la Paz, luego de un largo proceso de negociación en el que sucesivos gobiernos y la comandancia guerrillera suscribieron varios acuerdos con la intención de ponerle fin al conflicto armado interno y alcanzar lo que se calificó como una paz firme y duradera. Dentro de las cuestiones más importantes del proceso hay que decir que se abordaron todos aquellos temas que fueron causa de la guerra interna y se dispusieron medidas para superarlos.
Desde el punto de vista sustantivo, los Acuerdos de Paz de Guatemala tienen que reconocerse como muy avanzados porque en los mismos se dispusieron medidas que tenían que ver con la exclusión de muchos guatemaltecos, la falta de oportunidades de participación, la hegemonía de poderes en perjuicio del ejercicio del poder soberano con arreglo al modelo democrático y aspectos tan puntuales como la promoción de nuestra diversidad cultural y étnica como un factor para generar mayor riqueza nacional.
Sin embargo, una cosa fue lo plasmado en el papel y otra muy distinta lo que ha sido la implementación de los acuerdos. Responsables de ese desfase son las llamadas partes que se arrogaron el papel de depositarios y ejecutores de los acuerdos, en vez de haberlos socializado, de haberlos trasladado a la población para que fueran en realidad una política de Estado que comprometiera a todos los sectores de la sociedad.
Al final nuestra paz fue un cese al fuego y el desmantelamiento de la fuerza guerrillera que pretendió, al final, convertirse en fuerza política con muy pobres resultados. Los Acuerdos de Paz en buena medida siguen siendo un listado de buenos propósitos que no se han implementado cabalmente, empezando por el acuerdo socioeconómico que planteaba la necesidad de incrementar la tasa de contribución fiscal de manera que permita hacerle frente al atraso causado por muchos años de descuido en la inversión para combatir la pobreza.
Pero hoy, a catorce años de distancia, lo que vemos es que el legado más fuerte de la guerra es la cultura de la muerte que sigue caracterizando la vida nacional y que se traduce en esas horrorosas expresiones de violencia. Por esos miles de muertos es que hablamos de una paz esquiva porque si bien no hay conflicto armado interno, hoy nuevas amenazas a la seguridad nos consumen y desangran al país. La construcción de una paz firme y duradera pasa por la reconstrucción de instituciones de justicia que sirvan a la población mediante el fin de la impunidad que creció durante la guerra y que nunca se desmontó porque las estructuras que la promueven quedaron intactas. Empezar a construir la paz demanda empezar a destruir la impunidad.