Irak es una creación del Imperio Británico al reunir tres provincias del antiguo imperio Otomano, dando a los suníes el poder sobre la mayoría chiíta y sobre los kurdos al norte. Ya al principio, Winston Churchill, como ministro de las colonias, se dio cuenta de su propio error y renegó de la decisión, pero desde los años 30 esos tres pueblos convivieron bajo distintas formas de poder férreo hasta la invasión de Estados Unidos que derrocó a Saddam Hussein. Tras un breve mandato de un enviado especial, Washington decidió promover una nueva Constitución, aprobada en elecciones supervisadas por los norteamericanos, para crear un Estado Democrático en el Golfo Pérsico que fuera ejemplo de cómo el modelo político de Estados Unidos podría exportarse a otras latitudes.
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El experimento, producto del error garrafal de invadir Irak como resultado de oscuras pasiones del presidente de los Estados Unidos, George Bush, cada vez se evidencia más como un rotundo fracaso porque la presencia militar norteamericana es incapaz de sostener la unidad de quienes conformaron el pueblo iraquí. Hoy en día es evidente que el poder más grande en ese territorio lo tienen las milicias chiítas, fuertemente vinculadas con Irán, enemigo acérrimo de Washington, y la guerra civil es ya una realidad que no se puede seguir ocultando y que las tropas de ocupación no pueden contener. De hecho, el Kurdistán, habitado por los kurdos, está ya operando como una entidad autónoma y muchos expertos hablan ya de la necesaria partición del país para crear tres estados que alberguen a kurdos, suníes y chiítas, en vista de la imposibilidad de lograr que convivan.
La comisión Baker, nombrada por Bush para que dirigentes de los dos partidos norteamericanos asesoren en la búsqueda de una solución, tiene el limitante de que debe atenerse a la línea general impuesta por la Casa Blanca, en el sentido de que la salida de Irak sólo puede ser resultado del triunfo de la democracia. Sin embargo, el gobierno de Bagdad se distancia cada vez más de Estados Unidos y acrecienta sus vínculos con Teherán y la masacre entre suníes y chiítas es terrible sin que pueda anticiparse una solución en el mediano plazo.
Algunos expertos claman abiertamente por la necesidad de eliminar a Muqtada Al Sadr como única esperanza de terminar con el control que de las fuerzas armadas del nuevo Irak tienen las milicias leales a ese líder religioso. Otros hablan de la necesidad de rescatar a los viejos generales del ejército de Hussein y devolver poder y fuerza al partido Baath del derrocado dictador, reconociendo que por el lado de los chiítas no hay más que deseo de cobrar venganza por el dominio que les impusieron los suníes durante tantos años, desde que Churchill fabricó el Estado de Irak a partir de los saldos del Imperio Otomano, con el riesgo de la influencia que Al-Qaeda pueda tener en esa facción.
Cuando se leen los distintos planteamientos que hacen los políticos con experiencia sobre las perspectivas de Irak, entiende uno que es inevitable que ocurra una especie de «balcanización» del Golfo Pérsico y que el legado de Bush no podrá ser un Estado Democrático, sino que la fragmentación y la guerra entre las distintas facciones. El petróleo, existente sobre todo en la región del Kurdistán y en el sur de mayoría chiíta, dejaría un Estado Suní totalmente empobrecido y por ello hablan de una partición equitativa del recurso natural, pero eso resulta imposible en el contexto actual. La Historia empieza a escribirse y por ello los errores de la administración Bush ocuparán un espacio enorme en el balance final de esa trágica administración.