No pertenezco ni simpatizo con ningún partido político, pero creo que si los hoy opositores al actual gobierno estuvieran en el poder, igual o peor cosa sería. Hoy, los opositores asumen posturas demagógicas y gestos de niños buenos con una falsa apariencia de responsabilidad política y social; como si detrás no los acompañaran sendas colas de reptiles que, si los papeles cambiaran, sería cosa muy fácil machucárselas y hacer lo mismo que ellos hoy hacen con los improvisados y díscolos funcionarios de la UNE. Casi todos los políticos de nuestro país (para no caer en la generalización), han sido cortados con el mismo patrón que se caracteriza, entre otras cosas, por la incapacidad de superar la deformación que los partidos políticos propician en ellos debido a la descomposición, improvisación, cacicazgo y dependencia hacia entidades ilegales o estructuras paralelas de poder que son la causa principal de la debilidad del Estado y sus instituciones, así como de la violencia, inseguridad y pobreza en que sobrevivimos los guatemaltecos.
Que no nos sorprendan esas actitudes demagógicamente cívicas, audaces y responsables con el bien público. Su consigna es destruir políticamente al enemigo y sólo en segundo o tercer plano, tal vez, resguardar la integridad de los bienes e intereses de la Nación.
Está bien señalar, denunciar y estar al tanto de tanto robo y corrupción que ha caracterizado a todos los partidos que han hecho gobierno en los últimos tiempos, pero cuando el objetivo es destruir y ganar votos para las siguientes elecciones, la oposición desvirtúa su legítimo papel, además que hace más daño a las instituciones democráticas que son las permanentes frente a lo transitorio y fugaz de los gobiernos de turno.
La oposición debe ser más seria y no aprovechar sólo las coyunturas para atacar y destruir.
La oposición, en este país, sólo entiende de medios y de fines mezquinos; sólo entiende que destruir al enemigo es el objetivo principal, sin entender que, de paso, la más de las veces, arrastra consigo, la destrucción de las instituciones que, a la larga, es su misma y futura destrucción.