A principios del siglo pasado en América Latina se vivió una trágica oleada de reelecciones y gobiernos dictatoriales que mediante reformas a la Constitución vulneraron los principios democráticos porque resulta que en estas latitudes la reelección es en verdad una autoimposición, toda vez que el poder presidencial es tan desmedido que al ponerse al servicio de la prolongación de un mandato impide la competencia.
Por ello, y no por capricho, las constituciones de nuestros países establecieron el principio de no reelección en la Presidencia de la República, al menos en períodos consecutivos, y la prohibición para que los gobernantes se perpetuaran mediante la «elección», que igual huele a imposición, de parientes cercanos. El espíritu de la legislación en todos nuestros países es absolutamente claro y no deja lugar a dudas, aunque mañosamente abogados se presten para hacer interpretaciones que obviamente rompen con el espíritu de las leyes.
Nicaragua se ha convertido en el más reciente de los países que dan el paso hacia la dictadura con reformas constitucionales que recuerdan a las de Justo Rufino Barrios, de Manuel Estrada Cabrera y Jorge Ubico Castañeda en nuestro país. En Honduras le falló el plan a Manuel Zelaya, pero es evidente que se trata de una peste incontenible que se riega más rápido que el virus de la gripe porcina, sin que las ideologías sean el factor más importante, puesto que lo mismo se reelige un Lula que un Uribe, aunque el peso de Chávez, Evo, Correa y Ortega marca indudablemente una abrumadora corriente.
El problema de la reelección no puede abordarse únicamente desde el principio de que es democrático permitir que un buen presidente aspire a reelegirse como ocurre en los países de mayor desarrollo político o en los regímenes parlamentarios. El problema en estas latitudes es que el Presidente en ejercicio tiene tal poder y capacidad de manipular no sólo los recursos públicos sino todas las instituciones del Estado, que no es técnicamente correcto hablar de reelección porque no se trata de que el pueblo libremente y sin influencias y compra de votos pueda elegir, sino de la manipulación clientelar de la población.
No es sólo la falta de institucionalidad democrática, sino que también es el factor de la pobreza que explotan políticos sin escrúpulos para comprar votos. Por ello es que los principios de no reelección y la no elección de parientes, cuyo espíritu no deja lugar a ninguna duda, tienen que preservarse celosamente ante la peste que se está propagando como mortal virus para la democracia que con esfuerzo se ha ido construyendo en América Latina y, sobre todo, cuando es obvio que el dinero de la corrupción sirve para alentar esa aventura política.