La noche que lo dejaron solo


Juan Rulfo

?¿Por qué van tan despacio? ?les preguntó Feliciano Ruelas a los de adelante?. Así­ acabaremos por dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto?

?Llegaremos mañana amaneciendo ?le contestaron?.

Fue lo último que les oyó decir. Sus últimas palabras.

Pero de eso se acordarí­a después, al dí­a siguiente.

Allí­ iban los tres, con la mirada en el suelo, tratando de aprovechar la poca claridad de la noche.

«Es mejor que esté oscuro. «Así­ no nos verán.» También habí­an dicho eso, un poco antes, o quizá la noche anterior. No se acordaba.

El sueño le nublaba el pensamiento ahora, en la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo como buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su espalda, donde llevaba terciados los rifles mientras el terreno estuvo parejo, caminó deprisa. A1 comenzar la subida, se retrasó; su cabeza empezó a moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban sus pasos. Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante y él seguí­a balanceando su cabeza dormida.

Se fue rezagando. Tení­a el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos. Y el peso de los rifles. Y el sueño trepado allí­ donde su espalda se encorvaba.

Oyó cuando se le perdí­an los pasos: aquellos huecos talonazos que habí­an venido oyendo quién sabe desde cuándo, durante quién sabe cuántas noches: «De la Magdalena para allá, la primera noche; después de allá para acá, la segunda, y ésta es la tercera. No serí­an muchas ?pensó?, si al menos hubiéramos dormido de dí­a». Pero ellos no quisieron: Nos pueden agarrar dormidos ?dijeron?. Y eso serí­a lo peor.

?¿Lo peor para quién?

Ahora el sueño le hací­a hablar. «Les dije que esperaran: vamos dejando este dí­a para descansar. Mañana caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas, por si tenemos que correr. «Puede darse el caso.»

Se detuvo con los ojos cerrados. «Es mucho ?dijo?. ¿Qué ganamos con apurarnos? Una jornada. Después de tantas que hemos perdido, no vale la pena «enseguida gritó: «Â¿Dónde andan?».

Y casi en secreto: «Váyanse, pues. ¡Váyanse!».

Se recostó en el tronco de un árbol. Allí­ estaban la tierra frí­a y el sudor convertido en agua frí­a. í‰sta debí­a de ser la sierra de que le habí­an hablado. Allá abajo el tiempo tibio, y ahora acá arriba este frí­o que se le metí­a por debajo del gabán: Como si me levantaran la camisa y me manosearan el pellejo con manos heladas.»

Se fue sentando sobre el musgo. Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de la noche y encontró una cerca de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina. Luego se dejó resbalar en el sueño, sobre el cochal, sintiendo cómo se le iba entumeciendo el cuerpo.

Lo despertó el frí­o de la madrugada. La humedad del rocí­o.

Abrió los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las ramas oscuras.

«Está oscureciendo», pensó. Y se volvió a dormir.

Se levantó al oí­r gritos y el apretado golpetear de pezuñas sobre el seco tepetate del camino. Una luz amarilla bordeaba el horizonte.

Los arrieros pasaron junto a él, mirándolo. Lo saludaron: «Buenos dí­as», le dijeron. Pero él no contestó.

Se acordó de lo que tení­a que hacer. Era ya de dí­a. Y él debí­a de haber atravesado la sierra por la noche para evitar a los vigí­as. Este paso era el más resguardado. Se lo habí­an dicho.

Tomó el tercio de carabinas y se las echó a la espalda. Se hizo a un lado del camino y cortó por el monte, hacia donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando lomas terregosas.

Le parecí­a oí­r a los arrieros que decí­an: «Lo vimos allá arriba».

«Es así­ y asado, y trae muchas armas.»

Tiró los rifles. Después se deshizo de las carrilleras. Entonces se sintió livianito y comenzó a correr como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada.

Habí­a que «encumbrar, rodear la meseta y luego bajar».

Eso estaba haciendo. Obre Dios. Estaba haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas.

Llegó al borde de las barrancas. Miró allá lejos la gran llanura gris.

«Ellos deben estar allá. Descansando al sol, ya sin ningún pendiente», pensó.

Y se dejó caer barranca abajo, rodando y corriendo y volviendo a rodar.

«Obre Dios», decí­a. Y rodaba cada vez más en su carrera.

Le parecí­a seguir oyendo a los arrieros cuando le dijeron: «Â¡Buenos dí­as!» Sintió que sus ojos eran engañosos. Llegarán al primer vigí­a y le dirán: «Lo vimos en tal y tal parte. No tardará el estar por aquí­.»

De pronto se quedó quieto.

«Â¡Cristo!», dijo. Y ya iba a gritar: «Â¡Viva Cristo Rey!», pero se contuvo. Sacó la pistola de la costadilla y se la acomodó por dentro, debajo de la camisa, para sentirla cerquita de su carne. Eso le dio valor.

Se fue acercando hasta los ranchos del Agua Zarca a pasos queditos, mirando el bullicio de los soldados que se calentaban junto a grandes fogatas.

Llegó hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor; reconocerles la cara: eran ellos, su tí­o Tanis y su tí­o Librado. Mientras los soldados daban vuelta alrededor de la lumbre, ellos se mecí­an, colgados de un mezquite, en mitad del corral. No parecí­an ya darse cuenta del humo que subí­a de las fogatas, que les nublaba los ojos vidriosos y les ennegrecí­a la cara.

No quiso seguir viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda y se arrinconó en una esquina, descansando el cuerpo, aunque sentí­a que un gusano se le retorcí­a en el estómago.

Arriba de él, oyó que alguien decí­a: ?¿Qué esperan para descolgar a ésos?

?Estamos esperando que llegue el otro. Dicen que eran tres, así­ que tienen que ser tres.

Dicen que el que falta es un muchachito; pero muchachito y todo, fue el que le tendió la emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente. Tiene que caer por aquí­, como cayeron esos otros que eran más viejos y más colmilludos. Mi mayor dice que si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así­ se cumplirán las órdenes.

?¿Y por qué no salimos mejor a buscarlo? Así­ hasta se nos quitarí­a un poco lo aburrido.

?No hace falta. Tiene que venir. Todos están arrendando para la Sierra de Comanja a juntarse con los cristeros del Catorce. í‰stos son ya de los últimos. Lo bueno serí­a dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros de Los Altos.

?Eso serí­a lo bueno. A ver si no a resultas de eso nos enfilan también a nosotros por aquel rumbo.

Feliciano Ruelas esperó todaví­a un rato a que se le calmara el bullicio que sentí­a cosquillearle el estómago. Luego sorbió tantito aire como si se fuera a zambullir en el agua y, agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue caminando, empujando el cuerpo con las manos.

Cuando llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a correr, abriéndose paso entre los pajonales. No miró para atrás ni paró en su carrera hasta que sintió que el arroyo se disolví­a en la llanura.

Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente.