«Un año y ya la niña de Navidad camina sobre sus propios pies. Al llegar del afán por la alta tarde venía atrapada por el andador. El alba ya hacía sus pinitos de andariega. Advino para la Navidad pasada. La recibimos como un maravilloso presente, ¿porque hay mejor presente que el de la vida nueva, la vida recién llegada? Nada hay más allá ni más acá de la vida. Todo está contenido en ella y ninguna cosa, ni tesoro, ni ciencia vale más que ella. Grecia Zuleika está jubilosa de haber venido al planeta. Es rolliza, fuerte, y plena de inteligencia. Parece que de las hadas madrinas no faltó ninguna para dotarla. Primero fue esa ternura desvalida en una cunita. Era esa cabecita de azogue tras el mamón. La hemos visto ir creciendo. Y tras haberlo presenciado y tenido día a día no hemos podido saber cómo se ha hecho el prodigio de esta maravillosa bebé de ahora. Allí resplandece junto al jardín floreciente, junto a las flores cultivadas por la madre preciosa, espíritu y cuerpo. Y cuando tenemos a la nenita en brazos, es como si sostuviésemos una lámpara corporal. Esplende en el día, brilla en la noche. Grita y su jerigonza sabe al idioma del perdido Edén. Se entiende en cualquier idioma, porque es el universal de la criatura, antes de aprender el de los hombres, uno de tantos convencionales. Como se ha venido expresando, ha sido como lo hacen los pájaros: en sus balbuceos como gorjeos. Y ha sido como un encontrarse. O como un descubrirla. Primero la atención de sus ojos interesados en cuanto la rodea. Luego el descubrimiento de sus manos gordezuelas. Largo rato se miraba las manos, les daba vuelta. Luego la aprehensión de las cosas. Después el tomarse los pies, el sentarse y ahora estas primeras caminatas vacilantes, cuando la sostienen. ¡Las rosas pueden decirle hermanita! Tan rosadas son sus mejillas. Los jazmines pueden llamarla compañera. Tan delicada es su blancura. Las azaleas pueden acariciarla de suavidad de pétalo a tersura de piel. Es el alba en camino de ser aurora. Es el deslumbramiento de una nube blanca en una rosa. La han venido engalanando los días. Cada mes ha sido como un cumpleaños acelerado. Ya no es el vellón dormido sobre su cuna, es un alerta vivaz y alegre ante las cosas. Está descubriendo la Creación. Este mundo viejo para nosotros, es completamente nuevo para ella. Es el mundo que se renueva. Y con ella nos renovamos. Debemos comenzar a vivir por ella. El otoño debe reverdecer y florecer por ella. Danzan a su alrededor las horas, zumban en su atmósfera los minutos como abejas. Quizá el día le sea como un detenido fulgor de movimientos, de seres a quienes ama por la intuición del amor. Ella sabe quiénes la aman. Y pasa de brazo en brazo. Y cuando anochece tiende el brazo y señala la luna, y las estrellas. Y también en el día señala alguna nube deslumbrante. Hojea libros y revistas con atención y sigue los juegos mecánicos y de hombre de laboratorio del hermanito mayor. Nos hace gracias, como taparse la cara con las dos manos, o saludar con la mano en la frente, o decir adiós con los deditos. Cuando no le da por tirar de las orejas, o de la nariz, o arañarnos los carrillos. Qué carota estará viendo. Pero si nos quejamos pone cara triste. Y ya no continúa con su distracción. El teléfono ejerce en ella fascinación, para que le pongan la bocina en la oreja y escuchar el píii… En una vuelta del planeta alrededor del sol ¡Cuánto es el asombroso cambio en Grecia Zuleika! No desmiente su nombre, luminosa como la Hélade clásica y bella como una princesita de las Noches írabes. Cuando la acariciamos nos parece escuchar una canción del Diván de Goethe, o de los divanes de los poetas persas. Gloria de los padres es que se funden cuatro hijos en un coro bullanguero y hechizante. Grecia Zuleika alcanza la estrella de un año con sus manecitas. Es un divino don, advenido como para florecer los jardines cuando otoñecían. Y ella los convierte en una mágica primavera. Es un alba en brazos, es el alba que comienza a caminar para ponerse en marcha tras su glorioso mañana.»