Luego de la firma de los Acuerdos de Paz se ha cacareado mucho el carácter multicultural de la sociedad guatemalteca porque de ese tema se discutió bastante cuando se abordaron las causas del conflicto armado interno. Y es que aparte de que somos multiétnicos tenemos que convivir con culturas distintas que en muchas ocasiones ni siquiera conocemos, mucho menos podemos entender. Y como en el país funcionamos de manera que una minoría ejerce el papel dominante en la toma de decisiones y el gobierno de Guatemala, muchas veces las políticas públicas chocan con cuestiones fundamentales que agreden a otras visiones culturales distintas a la del ladino que opera como dueño del país.
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Hace varios años tuve oportunidad de leer escritos de Monseñor Julio Cabrera, cuando se desempeñaba como Obispo de Quiché y profundizó seriamente en el tema de la inculturación, es decir el proceso mediante el cual el Evangelio introduce algo nuevo en una cultura y esa cultura aporta algo nuevo a la riqueza del Evangelio, asumiendo que la inculturación de la Palabra de Dios en la diversa experiencia humana se tiene que realizar con el absoluto respeto de los valores y convicciones de quienes son evangelizados. Menuda diferencia con lo que ocurrió con la conquista, cuando a sangre y fuego se “evangelizó” a las poblaciones de América, tratando de borrar todo vestigio de su propia cosmovisión.
A pesar de la brutalidad de esa evangelización, es evidente que en Guatemala subsiste una cultura que se aferra a sus creencias naturales y principios inmutables. La relación entre el hombre y la tierra, por ejemplo, no la podemos entender desde nuestra perspectiva y dimensión ladino-urbana, por lo que es muy fácil suponer que la oposición a proyectos mineros, por ejemplo, son resultado de manipulaciones de grupos revoltosos que quieren entorpecer el desarrollo. No nos pasa por la cabeza que pueda haber un sentimiento de agresión a la Madre Tierra porque nosotros no tenemos ese mismo respeto derivado de un vínculo radical y absoluto entre la vida y la tierra.
Guatemala es un país de alta conflictividad y en buena medida ello es resultado del desprecio que desde los centros del poder hay, a lo mejor más por ignorancia que por mala fe, de una visión del mundo diferente a la nuestra que domina la vida misma de la población indígena desde una cosmovisión que nunca nos hemos preocupado por conocer, mucho menos por entender y respetar. Mientras no tengamos esa disposición a aceptar que convivimos diversas culturas y que todas merecen el mismo respeto, no habrá mucho espacio para los grandes acuerdos y consensos nacionales porque la primera reacción urbana es de menosprecio a la capacidad para discernir de quienes han acumulado valores y conocimientos a lo largo de siglos de tradición.
Precisamente convencido de eso es que suscribí un documento junto a Monseñor Cabrera sobre el tema de la minería porque creo que en el debate deben considerarse no sólo los temas ambientales, absolutamente vinculados con esa noción de agresión a la Madre Tierra, sino también de las rentabilidades que para cualquier país tiene que tener la explotación de sus recursos no renovables, como pueden ser el oro y la plata. Pero, además, hay que poner sobre el tapete el origen cultural de la resistencia que hay hacia ese tipo de proyectos porque forma parte de nuestra vida.
Si la Iglesia hace un esfuerzo por inculturar el Evangelio, respetando las creencias y valores naturales de las otras culturas, creo yo que nuestra cultura ladina, que presume de occidental, tiene que hacer igual esfuerzo por la inculturación que tiene como punto de partida el necesario respeto a los valores y principios de cada quien, además de sus creencias ancestrales, puesto que solo así la convivencia armoniosa dará paso a la gobernabilidad.