La música y la poesí­a, las primací­as y la precedencia


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Vivimos integrados (o atrapados) entre las ideas y las cosas, e interrogándonos sobre ellas. ¿Qué es la vida? ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos? Preguntas y más preguntas, pocas certidumbres, y respuestas desde y para todos los talantes, son los medios que arbitramos para matizar con algún consuelo nuestra angustia ante la irrecusabilidad del sino, que es morir sin saber nada. Pero el hombre, que es curioso por sobre todas las cosas, no desespera ante una batalla que sabe perdida, y reincide en aquel vano ejercicio intelectual que quizás constituya la razón y la justificación de su existir. Por ejemplo, tratando de establecer, una y otra vez, a través de los tiempos y entre tantí­simos otros enigmas, qué es la poesí­a.

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Gustavo Rubén Giorgi

Habida cuenta de la escasa difusión que la poesí­a merece, pareciera tratarse de un tema secundario, si no menor; pero no hay que engañarse: la noción de poesí­a va más allá del mero hecho de compilar poemas en un libro, y es esa impronta atávica y misteriosa la que ha de orientar la presente investigación.

Y qué mejor manera de empezar que dando la palabra a la gente del oficio, a quienes nuestra inquietud no resultó de ningún modo extraña. Así­, para Bécquer el asunto no merecí­a tantas vueltas:

    —¿Qué es poesí­a? —dices mientras clavas
    en mi pupila tu pupila azul.
    —¿Qué es poesí­a? ¿Y tú me lo preguntas?
    Poesí­a… eres tú.

        (Rimas, XXI)

Antes, después de haber examinado los tópicos de géneros, los colores, los perfumes, la curiosidad, la alegrí­a y la pena, la perplejidad, los recuerdos, la esperanza, en fin, el amor, habí­a llegado a la misma conclusión:

    (…)
    mientras exista una mujer hermosa,
                   ¡habrá poesí­a!

        (Id., IV)

Aun agradeciendo la esperanzada fe del gran poeta romántico del castellano, debemos convenir que su conclusión parece referirse a los motivos, pero no a la esencia de la poesí­a, detalle que otros han creí­do ver en el poeta mismo.

    Canta el pueblero… y es pueta,
    Canta el gaucho… y, ¡ay, Jesús!,
    Lo miran como avestruz
    Su inorancia los asombra;
    Mas siempre sirven las sombras
    Para distinguir la luz.

        (Martí­n Fierro, “La vuelta”, canto I, 404).

Pareciera sostener Hernández —y aun aceptar, aunque a regañadientes— que debe entenderse por poesí­a la llamada poesí­a “culta”, con lo que su aporte refiera a la procedencia y la comparación. Seguimos ayunos, pero, por lo menos, sabemos que eso no es cierto, y el mismo Hernández es el ejemplo más acabado de esa falacia.

Otros han identificado a la poesí­a con la obsesión, y pocos lo ha hecho con la belleza lacerada de Rubén Darí­o:

    (…)
    Ese es mi mal. Soñar. La poesí­a
    es la camisa férrea de mil puntas cruentas
    que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas
    dejan caer las gotas de mi melancolí­a (…).

        (“Melancolí­a”)

Pero, resulta evidente que eso no es toda la poesí­a; su confesión no resulta todo lo comprensiva y abarcadora que pretendemos.

Y pudiéramos seguir citando, con las solas cortapisas de la ignorancia y las traiciones de la memoria; pero sospecho que por mucho que trabajemos en ese sentido, siempre toparemos con la subjetividad.

Así­ como si a alguien si se le pide que piense en una flor, imagina la rosa, es opinión recibida por el común entre los aficionados a la literatura, los crí­ticos, y aun entre los mismos poetas, que la poesí­a debe tender a —o ser— la música. La idea no es aventurada, y seguramente han de militar, entre los factores que sustentan esa opinión, la caracterización del ritmo como elemento esencial de un poema, la rima, desde la más elaborada al más torpe sonsonete, la búsqueda empeñosa de la eufoní­a. Yo no desdeño estos conceptos, pero cuando una idea se convierte en lugar común, siento la necesidad de ahondar en ellos. Las cosas repetidas por los muchos en la abstención de la duda, me producen cierto malestar intelectual que no me resigno a sufrir. De modo que, en este segundo paso, acudiremos a los filósofos, que son quienes han sabido sistematizar las intuiciones poéticas, propias o ajenas, para llegar a la formulación de los conceptos.

Según señaló Borges en Evaristo Carriego (1930), debemos a Schopenhauer la noción del carácter extrafenoménico de la música, de modo que ésta podrí­a existir, aunque no hubiera mundo.

    En efecto, la Música es una objetivación tan inmediata de toda la voluntad, como el mundo, como las ideas mismas, cuyo fenómeno múltiple constituye el mundo de los objetos individuales. No es como las demás artes una reproducción de las Ideas, sino una reproducción de esa misma voluntad, de que las Ideas son también objetivaciones; he aquí­ por qué la influencia de la Música es más poderosa y penetrante que la de las otras artes; éstas no expresan más que la sombra; aquélla habla de la realidad y como una misma voluntad se objetiva en la Idea y en la Música, pero diversamente, en cada una de ambas debe existir, si no un parecido directo, cierto paralelismo y alguna analogí­a entre la Música y las Ideas, cuyos numerosos e imperfectos fenómenos componen el mundo visible.

Tal, lo afirmado por el filósofo en El mundo como voluntad y representación (cap. 52), y que su discí­pulo Nietzsche recoge con entusiasmo.

    Si no es permitido, pues, considerar a la poesí­a lí­rica como efulgencia imitativa de la música en imágenes y conceptos, podemos preguntar entonces: ¿como qué aparece la música en el reflejo de las imágenes y los conceptos? Aparece como voluntad, tomada esta palabra en el sentido schopenhaueriano, esto es, como antí­tesis del estado de ánimo estético, puramente contemplativo, exento de voluntad (El origen de la tragedia, par. 6).

He traí­do los mejores argumentos que conozco para sustentar la esencia musical de la poesí­a; permí­tanseme ahora algunas objeciones, así­ como la cita de otros pareceres.

Dice Roberto Paolella en su Historia del cine mudo (Ed. Eudeba, Buenos Aires, 1967, págs. 3 y 4):

    Los estudios de psicologí­a lingí¼í­stica del glotólogo francés Marcelo Jouse (…) condensan (…) las investigaciones originales del autor y de los más destacados teóricos de la materia.

    De estas investigaciones, dos conclusiones pueden considerarse esenciales (…):

       1. Que el lenguaje mí­mico gesticular ha precedido en la historia de la humanidad al lenguaje verbo-motor.
       2. Que el primer lenguaje está, mucho más que el segundo, estrechamente vinculado al significado de las cosas, del mundo exterior y de nuestros sentimientos, con la consecuencia de que al convertirse la voz en nuestro más importante vehí­culo de expresión por razones de utilidad práctica, la desvalorización del medio gesticular en relación al verbal significa desacreditar al original a favor de la copia.

Es decir que, mientras la filosofí­a alemana nos dice que la palabra hablada supone un desmedro de la música, en cuanto a enunciador y vehí­culo de la intensidad de las emociones, desde el punto de vista de la lingí¼í­stica, la música tendrí­a idéntico demérito comparada con el lenguaje mí­mico gesticular. Como dando razón a esta apreciación, nótese que en muchas lenguas la palabra madre empieza con la letra m, cuyo sonido bilabial oclusivo remite al acto reflejo de mamar: mater, en latí­n; mutter, en alemán; mother en inglés, mai, en portugués; mí¨re, en francés; mamma, en italiano; mat, en ruso. Y aire recuerda a la inspiración o la espiración: aria, en italiano, air, en inglés, por ejemplo.

Por lo demás, la teorí­a de la supremací­a de la música no responde a la preferencia que algunos tenemos por la poesí­a (o de la literatura) respecto de ella en tanto arte, y, aun más, al hecho de que algunos que pudieran ser considerados partidarios de ella (como Borges, que calificó al idioma inglés de música verbal), sean “sordos” confesos para la música, lo que equivale a la indiferencia. Tampoco, que haya música sencillamente horrible, a la que ninguna poesí­a puede aspirar.

Entonces me permito afirmar que el punto de coincidencia de poetas, filósofos y lingí¼istas radica en que la poesí­a, más allá de cuestiones de gusto y de grado, es que se trata de un lenguaje; consiguientemente, su misión ha de ser la de comunicar y ser comprendido. Y, en tanto lenguaje, nos habla de lo que el hombre piensa de sí­, y quiere compartir. Cito a Noam Chomsky, en El lenguaje y el entendimiento (Planeta-Agostini, Barcelona, 1992, pág. 171):

    Cuando estudiamos el lenguaje humano, nos acercamos a lo que algunos podrí­an llamar la “esencia humana”, las cualidades distintivas del entendimiento que, por lo que sabemos hasta ahora, son especí­ficas del hombre e inseparables de cualquier fase crí­tica de la existencia humana, personal o social. (…). El uso normal del lenguaje es (…) una actividad creadora. Este aspecto creador del uso normal del lenguaje es un factor fundamental que distingue el lenguaje humano de cualquier comunicación animal.

Por lo que llevamos dicho, resulta que es posible establecer un orden de prelación en la aparición de los diversos lenguajes que el hombre ha establecido para comprenderse y hacerse comprender, a saber: el lenguaje mí­mico gesticular, la música (todo sonido lo es) y, por fin, la palabra hablada. Pero no lo parece en cuanto a superioridad de uno sobre otro. Se dirí­a que son complementarios. Se dirí­a que no se trata, en fin, de una cuestión de primací­a, sino de precedencia. En tal sentido, el sentimiento poético tiende a detectar lo que no resulta ostensible, y trata de comunicarlo de la forma más bella y contundente que le sea posible. Como cualquier lenguaje, se vale de recursos propios, y de otros asimilados de otros lenguajes. Si consigue su objetivo, es arte. Si no, como cualquier comunicación fallida, será una historia contada por un idiota que escandaliza y hace mucho ruido, y que no significa nada.

Shakespeare —cuándo no— ha dicho (Macbeth, acto quinto, escena quinta).