Cuentan las viejas leyendas del Valle de la Ermita, la aún joven Ciudad de Guatemala, que en 1911 un grupo de pintores, hombres y mujeres, nacidos en el siglo XIX se reunían en una casita de la 6ª. calle a conversar sobre el sentido de la vida, del arte, de los colores, de la vida de los colores y del arte de la vida. La casa era mágica, llena de buenas vibras y ocupada por gente bella e inteligente. Las ideas iban y venía como en los columpios del parque Minerva y se soltaban para volar hacia el cosmos y más allá. Estos artistas eran la vanguardia de la pintura en la Ciudad.

En algún momento al hablar de la vida llegaron a hablar del final de ésta, es decir: la muerte. Se alejaron de las concepciones religiosas y oscuras que acerca de la muerte dominaban la época y la ciudad. La entendieron como un fenómeno natural presente en las plantas, en los animales, en los microbios y en toda la humanidad. Y recordaron a los abuelos y abuelas cuya energía y pensamiento se quedan con los vivos para guiar el camino.
Animados por las conversas, se dieron a la tarea de retratar en lienzos, la visión que cada uno tenía acerca de este fenómeno presente en la vida de todo ser humano. Representaciones de la muerte nunca antes vistas aparecieron en los bocetos de los cuadros, usando todas como base el conjunto de huesos que quedan del cuerpo luego de que los gusanos y bacterias han hecho su trabajo de descomposición de órganos, músculos y piel. Esqueletos pues, fueron llenados de forma, color y ornamentación; pintados en praderas, edificios, calles y alamedas; riendo, pensando, manejando bicicletas, jugando, gozando la vida, aunque cueste trabajo pensar que un esqueleto pueda gozar de retozos vitales. Estos maestros de la pintura parecían niños y niñas imaginando, jugando, creando arte.
La exposición fue instalada en la Calle Real con toda la publicidad posible en aquella época. Patojos chispudos gritaban de esquina en esquina desde el barrio de La Candelaria hasta más allá del Calvario, anunciando la inauguración de tan esperada muestra. La expectación crecía como espuma cuando se escuchaba en el pregonar de los gritones que la colección de pinturas se llamaba “La Muerte Negraâ€. Cierto miedo corrió por los nervios de muchas personas, pues le atribuían a la muerte comportamientos y cualidades oscuras y peligrosas. No dejaban de tener sustento estos miedos, sobretodo en sociedades donde la religión se mete tanto en el conocimiento y comportamiento de la gente. Pero movidos por la curiosidad y el morbo, el día de la apertura de la muestra, la Calle Real se encontraba bastante concurrida. Mujeres, hombre, niñas, ancianos, funcionarios, religiosos, trabajadores, extranjeros y orejas fueron llegando antes de las tres de la tarde del 23 de julio para asistir al acto inaugural de la exposición. Comerciantes progresistas ofrecieron el mejor espacio en la vitrina de sus comercios a lo largo de ocho cuadras sobre la Calle Real. Farmacias, relojerías, zapaterías, sastrerías, un banco, dos restaurantes chinos y uno francés, tres talabarterías, una tienda de telas importadas de Holanda, una refresquería de súchiles y una venta de accesorios para carretas tiradas por caballo albergaban las obras de arte.
Al recorrer en horas de la tarde la Calle Real, los asistentes se sorprendieron pues los cuadros de la Muerte Negra eran hermosos, intensos y bien logrados, mas no inspiraban ningún tipo de terror; más bien el aspecto de los esqueletos pintados provocaba tranquilidad y alegría. Los rostros de la gente que iba y venía entre el empedrado de la calle reflejaba una nueva paz interior y los ojos transmitían plenitud y un renovado entendimiento de la vida. El manifiesto leído por el grupo de pintores y pintoras hablaba del amor a los colores y a la vida. La gente entonces empezó a murmurar que era bueno que los cuadros estuvieran detrás de los vidrios de los comercios, por muy simpáticas que fuera estas muertes pintadas, siempre es mejor que algo nos separé de ellas.
Semanas después, cuando casi la totalidad de los 90 mil habitantes de la ciudad de Guatemala habían asistido a observar detenidamente los cuadros de la Calle Real, el dueño de una de las zapaterías decidió quitar de su vitrina el cuadro de un esqueleto del cual había sido pintada solo la mitad izquierda de su figura, sin cabeza, pero con una linda pulsera dorada en la muñeca; un cuarto de hora después el dueño del almacén de ropa importada contiguo al teatro Lux, retiró del lugar de exposición el esqueleto que vestía sombrero de campesino; y cuando la dueña de una relojería estaba por llevarse para dentro del negocio el cuadro de la muerte montada en bicicleta, la gente que caminaba por la calle empezó a protestar y se acercaban a los almacenes solicitando que los cuadros siguieran en exhibición. La exposición continuó colocada en las vitrinas de la Calle Real por muchos años, gracias a que la población sentía alegría y paz al caminar entre las piedras de la vía, observando la bondad de la paleta de colores que formaba a aquellas muertes amables.
Los tipos de comercio y mercadería en los negocios de la Calle Real iban cambiando con el pasar del tiempo, pero cada nuevo inquilino de las vitrinas permitía que los cuadros de aquellos, ahora viejos pintores, se mantuviera a la vista de los paseantes. Con el tiempo sin detener su marcha, la conocida muerte fue encontrando a los creadores de aquellas viejas pinturas. La noche en que el último de los autores de la Muerte Negra murió, con una sonrisa plena en el rostro, desaparecieron de las vitrinas, todos y cada uno de los cuadros esqueléticos. Suceso misterioso que la población urbana aceptó con tranquilidad y con nostalgia. Una de las hijas del famoso pintor comentó a la mañana siguiente que el último anuncio de su padre había sido: los cuadros estarán siempre en la Calle Real, aunque la gente no los vea.
Una tarde de canícula y sol radiante, 100 años después de la inauguración de la Muerte Negra, en la antigua Calle Real aparecieron un conjunto de viejas pinturas de esqueletos. Extraño fenómeno que sorprendió a los habitantes de la ciudad de Guatemala en pleno siglo XXI. Las vitrinas de almacenes de ropa juvenil, zapatos tenis y electrodomésticos ubicadas en la 6ª. avenida de la zona 1, se vieron luciendo estas obras de arte y los encargados de tienda movidos por una extraña alegría buscaron el mejor lugar al frente de la mercadería.
La luz de aquellos pintores que jugando a ser niños y niñas hablaban de la vida, la muerte y el conocimiento popular, reaparece hoy en el Paseo de la Sexta en los cuadros de la Muerte Negra, luego de cien años de haber sido pintados. Apresúrese, corra al Centro Histórico, quizá llegue a tiempo para verlos, le van a gustar Yo los vi ayer antes de la caída del sol y estoy feliz. De vuelta ya en mi casa, en el Callejón de la Cruz, me puse a pintar con tinta arcoíris estas letras negras llenas de futuro. Misterioso efecto el de las patojas y patojos pintores, como se le llamó a aquel ilustre grupo de artistas.
Nota: Durante 15 días estará abierta la muestra «Inédita»: siete colecciones creadas por las niñas y niños pintores de la Escuela Frida Kahlo, zona 1, Ciudad de Guatemala. Una de ellas en las vitrinas de comercios de la sexta avenida, llamada La Muerte Negra. El sábado 23 de julio fue la inauguración con mucho color y magia. Más información en patojospintores@gmail.com