Guatemala pesa menos hoy, luego de la muerte del Cardenal Rodolfo Quezada Toruño, hombre que dedicó gran parte de su vida a la búsqueda de la paz firme y duradera para nuestro país con base en la reconciliación necesaria después de tantos años de conflicto. Conocí a monseñor Quezada hace más de cuarenta años cuando era una especie de capellán universitario y yo empezaba mis estudios en la Universidad y desde entonces mantuvimos una relación de mutuo aprecio en la que siempre me dispensó un trato muy especial y afectuoso.
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Creo que monseñor Quezada ha sido uno de los prelados más distinguidos y eficaces en la historia del episcopado guatemalteco, puesto que además de realizar con brillantez su misión pastoral, supo utilizar la enorme influencia que llegó a tener como un instrumento para trabajar a favor del proceso de paz que nuestro país necesitaba. Interesado y preocupado siempre por el tema de los derechos humanos, entendía que era imposible avanzar en tal materia mientras no pudiéramos ir resolviendo ancestrales y profundas diferencias que terminaron generando ese terrible conflicto cuyas secuelas todavía nos tienen atrapados al día de hoy y que, me consta, causaban dolor y angustia al Cardenal por el tremendo arraigo de posiciones que dificultan el entendimiento entre distintos sectores sociales.
Monseñor no fue un teólogo de la liberación, pero fue sin duda alguna uno de los obispos más comprometidos con la doctrina social de la Iglesia que arranca, por lo menos, con la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII que ya en las postrimerías del siglo XIX señalaba la opción preferencial por los pobres como concepto intrínseco de la doctrina de la Iglesia Católica. Y eso le daba un profundo sentido de la justicia, al punto de que fue el motor esencial de su apostolado la búsqueda de criterios de equidad y precisamente ello le lleva a convertirse en un instrumento tan eficiente y productivo en la construcción de la paz.
La Iglesia, como lo estamos viendo ahora de primera mano luego de las filtraciones que evidencian las pugnas de poder en la curia del Vaticano y las angustias que sufre el Papa Benedicto XVI, no es ajena a las intrigas que existen siempre alrededor de cualquier poder. Y monseñor Quezada tuvo que sufrir mucho por las dificultades humanas que significa la administración de un conglomerado tan complejo como es la jerarquía eclesiástica con sus bondades y sus debilidades. Antes yo tuve la experiencia de una relación casi familiar con uno de los predecesores de Quezada no sólo en el arzobispado sino como Cardenal, y supe desde entonces de las angustias y dilemas que genera la administración apostólica encomendada a los obispos. Rodolfo Quezada, hombre de gran corazón y de extraordinaria buena fe, tuvo que soportar varios conflictos que le dolieron íntimamente de manera muy especial porque, como ocurre con muchos obispos, la conducción de la grey resulta compleja y muchas veces muy delicada.
Su fino manejo de la ironía y el gran sentido del humor fueron características muy notorias en la personalidad de monseñor Quezada Toruño y sin duda que le hicieron llevadera la cruz que significaron sus altas responsabilidades tanto en el plano puramente eclesiástico como en el no menos delicado y complejo de la política que se movió alrededor de esas instancias iniciales del proceso de paz cuando la Comisión de Reconciliación era realmente el eje alrededor del que giraba todo el esfuerzo y el empeño por buscar una solución pacífica al conflicto guatemalteco.
Personalmente me siento muy triste por el fallecimiento del Cardenal porque no sólo siento que se pierde a un pastor extraordinario, sino que además yo pierdo a un amigo muy querido a quien respeté y admiré a lo largo de más de cuatro décadas desde la primera vez que hablamos en su despacho sobre los desafíos de la vida universitaria.