Empecé a jugar golf hace pocos años, ya con demasiados sobre la espalda, pero desde el principio me apasionó ese desafiante deporte que, creo yo, demanda quizá más de la mente que de la habilidad física. Y mientras más viejo es uno cuando lo empieza a jugar, más difícil es aprender a hacerlo y más importante la ayuda de quienes saben para tratar de corregir errores y de disfrutar al máximo su ejercicio. Dicen que se trata también de una actividad social excelente para hacer amigos y en el campo del Mayan hace algún tiempo que conocí a una formidable persona que fue con quien sin duda más tiempo compartí los recorridos por ese campo.
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Federico Marroquín era su nombre, pero muy poca gente lo sabía y hasta él mismo parecía haberse olvidado de su nombre de pila y no respondía cuando uno lo llamaba así. Cuando muy joven llegó a trabajar de caddie al club, su personalidad y aspecto valieron para que sus compañeros lo bautizaran como «Larry», tal y como se llamaba uno de los famosos Tres Chiflados y ese nombre le acompañó durante muchos años hasta el domingo por la noche, cuando desconocidos lo asesinaron a tiros entrando a su casa en Villa Nueva. Ayer cuando el otro caddie que nos ayuda en el campo me llamó para darme la mala noticia, no podía creer que alguien hubiera querido hacerle daño a un hombrón que era todo bondad y cuyo enorme corazón era manifiesto.
Muchas veces he llevado a mis nietos a jugar conmigo en el campo y la forma cariñosa y dedicada en que Larry les iba compartiendo sus conocimientos, enseñándoles rudimentos y trucos del juego, hizo que se convirtiera en mucho más que nuestro caddie. Era realmente un amigo de la familia y lo comprobé anoche cuando mi esposa, mis hijos y mis nietos, lloraron al saber la triste noticia de su muerte. Todos le queríamos entrañablemente por su enorme sentido del humor, su forma fácil de compartir sus conocimientos, el afecto que nos manifestaba a todos los miembros de la familia y su eterna disposición a ayudar. A mí siempre me angustiaba su sobrepeso y nunca le dejé cargar las bolsas de palos y le pedía que usara el carrito porque ya había tenido algún susto con el corazón.
En estos años desde que juego golf siempre he sentido un especial afecto de los caddies que trabajan en el club y todos los que han trabajado de fijo conmigo han llegado a ser mis amigos y amigos de la familia. Pero por alguna razón, Larry era el preferido de todos y puedo decir que se lo peleaban porque era de aquella gente que siempre andaba alegre, con espíritu positivo. Tras un mal tiro, siempre decía, «el próximo nos saldrá mejor» y durante el recorrido de los dieciocho hoyos nos iba aconsejando qué palo usar, para dónde cuadrarnos a la hora de apuntar y nos iba dando alegremente las caídas en los greens.
Hace poco tiempo su esposa sufrió un serio accidente y era evidente la preocupación que él tenía por su salud y recuperación. Gracias a Dios y creo que a los cuidados de Larry, la señora se repuso y él recobró ese eterno optimismo, esa gran alegría que parecía ser su marca de fábrica. Nacido un 18 de julio, misma fecha del nacimiento de mi esposa, decía que por eso era que ambos eran «buena gente».
Obviamente yo he estado muy sensible últimamente y preocupado por la violencia. Pero ayer, cuando al colgar con Alan no pude contener el llanto, me sentí profundamente impactado al pensar cómo puede ser que alguien como Larry, un ser para mí tan extraordinario, pudo haber sido asesinado y sentí cólera por lo que nos toca vivir. Y sé que cuando vuelva al Mayan sentiré la ausencia de mi amigo y compañero al recorrer esos maravillosos parajes.