Desde el momento en que se planteara y se propusiera que se aceptase en nuestro país la existencia de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), en privado manifesté lo difícil que era consentir, desde el punto jurídico, esa cesión de competencia y soberanía a una entidad que no está prevista dentro de nuestro ordenamiento constitucional.
A pesar de esta reserva me abstuve de oponerme a su creación y a su nacimiento, considerando que lamentablemente el Estado de Derecho, el funcionamiento del sistema jurídico y el triste y politizado papel que en muchos casos el Ministerio Público ha jugado, en parte inducido o estimulado por conocidos grupos de poder oculto, algunos medios de comunicación, algunos directores editoriales e inclusive dueños de medios, justificaba el nacimiento y la existencia de CICIG.
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Sabiendo de la manipulación que por intereses políticos, económicos y sociales se hace de la buena fe de los guatemaltecos, dando el beneficio de la duda, pero insistiendo que se debe respetar al Organismo Judicial, a sus magistrados y jueces, a su personal, mantuve el respeto debido a su creación considerando que no debe prejuzgarse sino mantener el deseo, la esperanza que en nuestro país prevalezca la verdad, el respeto a la justicia y la presunción de inocencia.
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No conocí lo suficiente al abogado Rodrigo Rosenberg aun cuando varias de las personas con las que él se relacionaba sí las conozco y no me inspiran confianza porque son hace, hace de todo y, más difícil de aceptar aún, son personas que creen siempre tener la razón, representar la verdad sin respetar a los demás o a los principios universales que dicen defender.
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Acepto que el ser humano es sumamente complejo, que no puede ni debe decirse de esta agua no he de beber. Estimo que Rodrigo Rosenberg aun siendo, como lo califican quienes sí lo conocieron, un hombre honorable, merecedor de estima y de respeto, en sus últimas etapas fue un ser que perdió el horizonte, el balance de su vida personal, el norte de los principios que indudablemente él admiraba, respetaba y buscaba para nuestra patria. De otra manera no se comprende, ni se explica los extremos a los que se dice que llegó en sus últimos días de vida.
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Sólo Dios sabe, en su infinita sabiduría, el sufrimiento y la angustia que Rosenberg vivió, sólo Dios puede juzgarlo, sólo Dios puede comprender qué lo motivó y obligó a hacer lo que se dice que hizo.
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Grabar un testimonio como el que él realizó es difícil de entender, especialmente en un hombre estable, en un abogado capaz y preparado. Confiarle su vida -como de hecho lo hizo- a quienes recibieron su testimonio es delicado, por no decir sumamente peligroso.
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Cuál es pues la moraleja de todo lo que hasta el momento se conoce del denominado caso Rosenberg: primero, no hay que prejuzgar; segundo, quienes tenemos la oportunidad de expresarnos a través de los medios, debemos ser cuidadosos y responsables; tercero, los que son dueños o dirigen los medios de comunicación deben ser enormemente objetivos. Ejemplo y cátedra de eso nos lo vuelve a dar el decano de la prensa escrita, el Diario La Hora y su actual presidente del Consejo de Administración y director general, quien lo evidencia con hechos en este particular y delicado caso. Qué importante sería poder decir lo mismo de otros miembros de la prensa. Estoy seguro que al igual que yo, cada quien tomará nota, hará su «mea culpa» o continuará viéndose en su espejo.