Don Maco pasaba frente a la Iglesia Vieja como todas las tardes y se dijo, ¿Cómo haré para pagarle a doña Rut? Judía tenía que ser para ser tan avara. Don Maco le debía a doña Rut ocho mil pesos que le había prestado para comprar ganado, que pensaba vender en la feria ganadera, en la capital.


UNIVERSIDAD DE SAN CARLOS DE GUATEMALA
Lo tenía todo planeado, compraría las reses a don Efraín, las cuidaría y llevaría a pastar y beber todos los días al río con su hijo José y su sobrino Pedro. Cuando ya estuvieran crecidas y engordadas, las llevaría por el camino hasta Jocotenango y las vendería a un precio razonable, para recuperar el dinero a tiempo, el 30 de agosto, y pagarle a doña Rut con todo y los dos mil pesos de intereses. Tenía que hacerlo así porque, de lo contrario, si pagaba el 1 de septiembre, debía pagar más intereses.
Sin embargo, algo salió mal. Una de las reses que compró, a muy bajo precio, estaba enferma. Todas se enfermaron y tuvo que sacrificar a cuatro, sin poder vender más que el cuero. Para colmo de males, cuando en el pueblo se supo que las reses estaban enfermas le prohibieron usar la vereda de todas las vacas y no habían engordado lo suficiente. Cuando las llevó a la capital, su pequeña hija, Antonia, había insistido en que la llevara. Una vez en la ciudad, la niña se enfermó y hubo necesidad de pagar médico y tratamiento. Todo había arruinado sus cálculos. En vez de tener los diez mil pesos, sólo había juntado siete mil. Quiso hablar con doña Rut, pero ésta se había negado a escuchar sus explicaciones.
Dios mío, ¿cómo voy a pagar tanto dinero? ¿De dónde lo voy a sacar? Se decía angustiado, mientras llevaba las reses de regreso al corral, por la vereda del ganado, junto a las ruinas de la imponente iglesia, dañada por alguno de los muchos terremotos que afectaron la región. Sus muros, gruesos y altos, estuvieron decorados con hermosos atauriques, ángeles y santos ocuparon sus hornacinas y pigmentos rojos, azules y amarillos, animaban algunas escenas de los muros. Una puerta desquiciada, rota, apolillada y sin ninguno de sus remaches decorativos, daba paso al interior. Sultán, el perro de don Maco, vio un animal y, a pesar de las protestas de su amo, se introdujo en el vetusto edificio. Algunas partes de la bóveda aún estaban intactas. Su profusa decoración daba muestra de lo ostentoso que fue el templo en sus buenos tiempos, pero la maleza cubría todo el suelo y parte de los muros. Varios animales habían hecho su guarida en las pilastras, hornacinas y huecos para los retablos, así como en la escalera que daba acceso al coro alto y al campanario.
¡Sultán, vení para acá! Le decía don Maco, mientras iba tras el animal, que se escabulló detrás de una pilastra. Perro bobo, como si no tuviera yo qué hacer. Asió de la correa que llevaba el canino a modo de collar auxiliado por la última luz de la tarde y, cuando se volvió, sólo pudo ver la penumbra de la noche. ¡Qué rápido oscureció! No cabe duda que los días se hacen más cortos en diciembre, se dijo. Sin embargo, notó que unas matas de maleza que le habían estorbado al entrar ya no estaban y… de repente… oyó el sonido del órgano y voces de un coro. ¿Quién podrá estar cantando a estas horas y en este lugar?, pensó. ¡Serán algunos locos!
Cuando se disponía a salir, la figura de un sacerdote pasó frente a él. Llevaba una casulla dorada, con la cabeza inclinada, porque no se podía distinguir. Percibió un olor a incienso, como si un monaguillo hubiera llevado el incensario antecediendo al cura.
Don Maco estaba muy extrañado. Cuando giró hacia el presbiterio, pudo distinguir el altar del templo. Una imagen completamente tallada de San Nicolás de Bari presidía el retablo, vestía un hermoso traje dorado y multicolor. Elegantes columnas salomónicas componían el conjunto y varios cuadros con escenas de la vida de la Virgen completaban el conjunto.
La iglesia permanecía en penumbra, al parecer solamente algunas velas y la lámpara del sagrario iluminaban el edificio. Cuando el cura llegó al altar, pareció erguirse, pero don Maco no pudo distinguir la cabeza. En ese instante se dio cuenta que no la tenía y, horrorizado, lanzó un grito.
Todavía estaba oscuro cuando Sultán lamió el rostro de don Maco. Una de las reses también había penetrado en el interior del destruido edificio. El pastor se levantó poco a poco. Creyó que todo había sido un sueño. “Pero… fue tan real. Además, no estaba dormido, sino que entré por el perro y cabal aquí lo encontré”, reflexionó. A ver… cuando agarré a Sultán estaba viendo hacia allá, después giré hacia el altar y cuando desperté estaba con la cara hacia el altar… Atemorizado, don Maco decidió regresar a su casa.
Esa noche, le contó lo sucedido a su suegro. Don Alfonso tenía la fama de ser un sabio. Mi bisabuela me contó que en la iglesia había muerto un cura ambicioso, que perdió la cabeza por un puñado de oro. Decían que quería el dinero para fugarse con una mujer. Pero creía que era mentira. Según me contó, el cura murió durante el terremoto, mientras huía con el dinero de las limosnas de la gente pobre. Pero nunca hallaron el cadáver ni el dinero, por eso mi bisabuela pensaba que nunca ocurrió, le contó don Alfonso. Tal vez su alma te está pidiendo ayuda desde el otro mundo, concluyó.
¿Y qué puedo hacer? Preguntó don Maco a don Alfonso. Mirá, yo sé que vos tenés muchos problemas de dinero. Tal vez si ayudás al muerto él también pueda ayudarte, le respondió su suegro. Revisá por dónde pasaste exactamente y, cuando hayás encontrado el lugar donde creás que ocurrió todo, vamos a ver si allí está el dinero. Con ese dinero pagás misas por el alma del difunto pecador y agarrás un poco para salir de tus deudas.
Sí. Para ayudar a esa vieja bruja. Judía tenía que ser, repuso don Maco. No juzgués a la gente si no querés que te juzguen, le advirtió don Alfonso. La pobre mujer también tiene deudas. Fijate que ella ayudó a la construcción del hospicio, y ahora tiene que pagar la comida que se consumió durante el año pasado. Así que no la juzgués. Ya vés, nada tiene que ver el ser judío o no.
Bueno, yo no sabía… dijo don Maco.
Al día siguiente, don Maco repasó cada uno de sus movimientos en el interior del edificio en ruinas. Pero si ya buscaron algunos. ¿Por qué no encontraron el dinero? Le preguntó a su suegro, quien le acompañaba. Porque sus intenciones no deben haber sido buenas y no podrían o no querrían ayudar al alma del pecador, respondió don Alfonso.
En ese momento, llegaron junto a la pilastra donde se veía un agujero, en el lugar donde un pequeño animal había hecho su nido. Junto a la pilastra, los restos ciclópeos de uno de los arcos yacía en el suelo. Si el cura salió corriendo de la iglesia con el terremoto, tal vez botó la bolsa y le cayó encima el arco, expresó don Alfonso. ¿Y cómo habrá muerto el cura? Inquirió don Maco. Parece que lo hallaron enfrente, porque salió corriendo por la puerta lateral. Lo mató un pedazo de la cúpula del campanario. Por eso ves que hay tantos hoyos en el atrio, porque allí fue donde más buscaron el dinero.
Efectivamente, la sospecha de don Alfonso fue cierta. Después de dos días de búsqueda, encontraron una bolsa, casi desintegrada, con unas monedas de oro esparcidas alrededor. La alegría de don Maco fue inmensa, al fin podría pagar su deuda.
Primero lo primero, le indicó su suegro. Hacé una novena por el pobre muerto que confió en vos para que rogués por su alma. Tiene razón, le dijo don Maco, ojalá que pueda obtener el perdón de su pecado. Seguramente que sí. De lo contrario no habría obtenido el permiso para manifestarse ante vos.
Desde ese día, don Maco evita juzgar a las personas, especialmente si son diferentes a él. Y, también, hace mejor sus cuentas antes de hacer un gasto y, sobre todo, pedir un préstamo.
Esa noche, le contó lo sucedido a su suegro. Don Alfonso tenía la fama de ser un sabio.