La metafí­sica de la «Divina Comedia»


Dante Alighieri, autor de la Divina Comedia, en una alegorí­a pictórica. FOTO LA HORA: ARCHIVO

L «Amor che move il Sole e l»altre stelle». «El amor que mueve al Sol y las demás estrellas.» Así­ reza el último verso de la Divina Comedia. Verso que rompe la cadena de estrofas compuestas por terceros encadenados para formar, con este verso final -y suplementario-, el único cuarteto de todo el poema.

íNGEL FARETTA
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Pero no es a eso a lo que quiero referirme, sino al aparente anacronismo fí­sico que implicarí­a su sentido literal. En cuanto a que ese Sol movido por algo ajeno o exterior a él se corresponderí­a sin más con el cielo del «sistema tolemaico», el «único» conocido por Dante y sus contemporáneos del así­ denominado «perí­odo medieval», siglos antes de la «revolución copernicana». Aquí­ por cierto se dice «revolución» por el giro completo que implica la Tierra rotando alrededor del Sol y que serí­a, a partir de entonces, el centro de nuestro sistema=mundo, llamado por ello «solar».

Se ha empleado este «error» de Dante para varias cosas. Como un claro ejemplo de ese supuesto binomio polémico formado por la verdad poética y la verdad -¿cómo decirlo?- efectiva, «real», fí­sica y hasta cientí­fica. Puesto que aquí­ no puede hablarse de una licencia poética, ya que ésta sólo existe cuando el poeta saltea, deforma o simula ignorar algo, desde eliminar o -por el contrario- agregar una letra para que la métrica buscada alcance el tamaño silábico requerido, hasta modificar algo referido al mundo objetivo, fí­sico, incluso algo de la propia historia. Cuando por ejemplo el poeta hace hablar a un personaje histórico puesto en trance poético. Cosa que Dante hace a lo largo de todo su poema. Es lo que se llama emplear una persona o una máscara -que por cierto es lo mismo- tal como pedirá, más cercano a nosotros, Dylan Thomas con su «Oh make a mask!», cuando lamenta que el poeta moderno no pueda tener una a mano.

Así­ que el Sol movido por algo externo, ajeno a su propiedad, deberí­a tomarse con una sonrisa benevolente para el poeta, puesto que desconocí­a lo que todo niño actual nace prácticamente sabiendo o al que se le enseña esto en los primeros rudimentos de fí­sica. Este «error» se emplea también como ariete para cargar sobre la supuesta oscuridad medieval y para ensalzar al mundo de la ciencia.

Claro que tampoco se trata de dar el salto hacia el gesto tardo romántico, empleado como repetido gambito consolatorio, de que los poetas son aquellos que se adelantan a decir esto o aquello pero de manera oscura. Porque serí­a comparar la poesí­a con el pensamiento «salvaje», «prelógico», «primitivo», «infantil» y otras inepcias del liberal positivismo cuyos nefastos resultados tenemos a la vista, así­ como al olfato y al oí­do. Se trata de otra cosa. De una formulación diferente de las cosas manifestadas fí­sicamente. Es decir, de aquello que todaví­a debe llamarse sin más, metafí­sica, en sentido estricto. Algo que está no por encima, sino junto, con, cabe, en medio de lo fí­sico. Algo inherente, metido en los entresijos de lo fí­sico y no -otro error­ una excelsitud también producto del peor romanticismo que imagina flotar desencarnadamente sobre las cosas terrenas y groseramente materiales.

Dante no era ­al igual que tantí­simos de sus contemporáneos­ alguien hecho de esa elemental estofa. Era un realista total, concreto. Claro que no un realista fotográfico, como se lo entenderá confusamente a partir del siglo diecinueve, sino total.

Alguien que a cada hecho o cada cosa ­res­ le busca su raí­z. La raí­z de todas las raí­ces es el Amor.

Pero no el amor sentimental, bajamente romántico, producto de pegajosas cancioncitas y malos teleteatros y novelas rosa. Tampoco el amor entendido como su reducción a lo negro, lo oscuro y lo siempre desdichado del cultor de todo lo bajo calculado.

Es un amor que mueve todo lo creado. O más bien es aquello que da lugar al movimiento de las cosas.

Movimiento entendido como existencia, como vida.

Como la vida misma. ¿El motor inmóvil de Aristóteles? Sí­, también es uno de sus nombres.

Pero Dante pensaba o mejor dicho operaba ­ puesto que no es un poeta especulativo­ con datos estrictamente tradicionales. Este Amor es también el Eros griego, pero no sólo el platónico, que es algo ya demasiado filosófico, y por ello profano, sino el que sobrevive todaví­a en algunos de los fragmentos presocráticos. Entonces no es un mensajero, un dáimon , un intermediario, como lo entenderá Platón o como le hace decir a Sócrates en su Banquete, sino algo permanente, fijo, pero que no es ni debe ser confundido con la fijeza última. ¿Entonces? Se tiene todaví­a la imagen falsa y ya inútil de un Dios antropomórfico sentado sobre las nubes y haciendo que las cosas aparezcan mediante una varita mágica. Alguien que se ocupa personalmente de la creación y que es transformado en figuras y en máscaras paternas y barbadas fabricando su mundo, el nuestro. Esta burda simplificación ­que todaví­a es también la de muchos no creyentes, puesto que con ella fabrican su agnosticismo­ no cabí­a en la mente de Dante como en la de casi ninguno de sus contemporáneos, que iban a tener que esperar muchos siglos todaví­a para enterarse de que ellos viví­an en algo llamado «Edad Media».

Un párrafo de Teilhard de Chardin que figura en La visión del pasado viene en nuestro auxilio: «Traducida al lenguaje creacionista esta ley (la del transformismo) es perfectamente simple y ortodoxa. Significa que cuando la Causa primera obra, no se intercala entre medias de los elementos de este mundo sino que actúa directamente sobre las naturalezas, de manera que podrí­a decirse: Dios, más bien que «hacer» las cosas, las «hace hacerse»».

Eso que «hace-hacerse» es el movimiento, cuyo otro nombre es Amor y que, visto en un espejo, es Roma. Que mueve, lleva, empuja al Sol y a las demás estrellas. Es decir que Dante sabí­a de la particularidad y singularidad del Sol entre las otras «stelle «, palabra con la que termina cada uno de los tres cantos de la Comedia y que no refiere tampoco las estrellas «actuales». Esta particularidad es la fijeza para los ojos y el entendimiento sublunar y terreno, como el nuestro. Pero que sí­ es móvil o movido por algo superior a él: un amor no reducido a lo sensible-epidérmico ni a lo bajamente sentimental.

Por eso Dante al final de su poema hace que todos los tercetos lleguen a su meta cuaternaria. Si «con el número dos nace la pena», el tres es un dos problemático. Por eso, el saber del cuatro.