Veo a mi madre puntualmente una vez al año. Llego a su cumpleaños el 12 de diciembre para disfrutarnos mutuamente veinte días o un poco más. Ni menos tiempo ni mucho más. Así nos hemos amado por treinta años, en la lejanía y en el amor que supone la añoranza y el sentirla espiritualmente cerca.
De mi madre tengo recuerdos hermosos. El primero de ellos, fresco, llevándome la leche a mi cama o cuna, no lo distingo ahora. Le gritaba temprano, “mamá, mi lechita en vaso” y ella llegaba puntual, a cumplir con ese deber que para ella era más que eso. La recuerdo bañándome en la pila, yo desnudo y con un frío horroroso y ella echándome generosas palanganas de agua. “Ya vamos a terminar”, me consolaba, sin duda diciéndome mentiritas, mientras me echaba el jabón que hacía arder mis ojos.
Ella fue siempre el lado bondadoso y tierno de la casa porque mi padre fungía de ogro. Justamente cuando llegaba seguro a querernos pegar, corríamos donde mamá para que nos protegiera. Nos metíamos entre sus piernas y le pedíamos suplicantes que nos protegiera del monstruo, aunque no siempre pudo. A veces nos entregaba desgarrada a la justicia del hombre que representaba a Dios encolerizado por nuestra maldad.
Por ella soy lo que soy en todo: virtudes y defectos. Aprendí a gustar de la docencia porque mi madre me llevaba a la escuela donde enseñaba. Primero para presentarme orgullosa con sus colegas (para las madres uno siempre es bello), luego para asistirla cuando pasaba un examen y más grande para dar alguna clase. Así, nunca pensé que sería otra cosa que maestro, profesor, guía espiritual o pastor de ovejas… da lo mismo.
Mi madre ha sido a través del tiempo también mi confidente. Fue la primera en conocer mi decisión de entrar al convento, pero la última en conocer mi capitulación. No tuve el valor de escuchar su llanto, luego de comunicárselo por teléfono. Para tal oficio puse a mi hermana. Le dije que fuera breve y la consolara diciéndole que estaba bien y hasta feliz. Nunca he sabido su reacción porque temo escuchar su respuesta.
Con el tiempo me sigue tratando como un niño. Me dice “Eduardito” y me regaña si algo hago mal. Insiste en sus llamadas de atención que eso “no es de personas de bien, menos aún de alguien que quiso un día servir a Cristo”. Es ella la única, me parece, que ve en mí a un fallido sacerdote. Me lleva a misa los domingos y me obliga a recibir los sacramentos. Ni por asomo le puedo sugerir que esas cosas son para mí cosas del pasado.
Hace un mes vino a verme, creo que será su última visita. Se ve cansada, camina con dificultad y es casi indiferente a todo. La muerte puede rondar por la casa. Quisiera equivocarme, lo deseo. Su ausencia, como el desaparecimiento físico de cualquier madre, es la conflagración universal, el fin del sentimiento más auténtico que un viviente puede experimentar. Me preparo, hago terapia para superar el día, pero sé en el fondo de mi corazón que su muerte es casi la mía propia. Y ya sufro solo de pensarlo.