La luz nocturna


Antonio Cerezo

Toda la vida huí­ de la luz nocturna; jamás me gustó. Tal vez era el presentimiento de algo nefasto y cruel, o que al compararla con la luz del dí­a no podí­a menos que esbozar una sonrisa. Claro, cómo osaba comparar ambas luces cuando una era pequeña y dirigida, y la otra tan esplendorosa que me hací­a estallar de euforia y gratitud por la existencia. Aún hoy, a mi edad, gozo con el verde del campo y todo el colorido que le dan las flores cuando las baña el sol. Camino por las veredas que he transitado por tantos años y que mi familia, mi mujer y mis hijos, solí­an frecuentar. No puedo impedir que la nostalgia invada mi ya cansado corazón; porque qué tristeza se siente terminar la vida solo, lleno de recuerdos de los tiempos idos rebosantes de felicidad, de los seres queridos ausentes, de la vitalidad que entonces emanaba de mi cuerpo.


Primero fue Pedro, mi hijo mayor, el que decidió salir a dar un paseo nocturno. No atendió los ruegos de su madre ni los mí­os. Se habí­an dado ya algunas desapariciones de conocidos, de familiares, de amigos, cuyo paradero a la sazón se ignoraba. No voy a vivir toda la vida encerrado, fueron sus últimas palabras al abandonar la vivienda. En vano esperamos su regreso. Cuando despuntaba el alba salimos a buscarlo; recorrimos todos los caminos habidos y por haber, llegamos hasta la finca que a él le gustaba visitar, pero todo fue infructuoso. Tuvimos que agregarlo a la lista de desaparecidos.

No nos explicábamos lo que sucedí­a. Siempre fue la nuestra una comarca tranquila hasta que comenzaron a verse las luces nocturnas; no sabí­amos la relación que pudieran tener con las desapariciones, pero todos presentí­amos que no eran buenas, que emanaban quién sabe de dónde. No tení­an comparación alguna con la luz del Sol que nos proporcionaba calor, que nos daba la vida. Esta era una luz frí­a, pequeña, dirigida por alguien como para buscar algo perdido o para indicar el camino equivocado a quien la viera. Se formaron varios comités de voluntarios para investigar lo que ocurrí­a, mas toda su labor fue un fracaso. No pudieron averiguar nada quizá porque la luz no gustaba de las multitudes.

Nuestra vida no fue igual; no podí­a ser igual desde el momento que Pedro no volvió. Mi mujer y mi hija lo lloraban dí­a a dí­a y yo, que debí­a aparentar ante ellas una fortaleza que en realidad no tení­a, me guardaba las lágrimas en el pecho y el corazón se me llenaba de tristeza. Salí­amos, sí­, pero por ratos. Se estableció entre familiares y amigos un abismo. No es que quisiéramos alejarnos en momentos tan difí­ciles para todos, sino que el miedo y la desesperación nos fueron haciendo su presa. Es que no era para menos; nuestra sociedad diezmada por una fuerza desconocida, peor aún que la peste. No es lo mismo ver al enemigo de frente, luchar contra él y derrotarlo o salir derrotado, pero de cara, midiendo las fuerzas de manera clara, sin ventajas para el uno o para el otro, que padecer la desaparición de seres queridos ví­ctimas de quién sabe qué cosas.

Alrededor de un año después de la desaparición de Pedro, vino el desastre. Si, no es que no haya sido un verdadero desastre la desaparición de nuestro primogénito, no, no quiero decir eso. Lo que pasa es que pese a ello continuábamos viviendo, si es que puede llamársele vivir a aquello, con una unidad familiar si se quiere mejor cimentada después de la tragedia. Pero mi mujer y mi hija no se conformaban con los resultados de las investigaciones, y yo tampoco. Lo que pasa es que pensaba de manera distinta y además debí­a velar por la seguridad de ellas. Salgamos de noche, me decí­an, tenemos que averiguar lo que pasó, mas cuando yo insistí­a en salir solo, no me lo permití­an.

Ese dí­a, cosa rara en los últimos tiempos, estuvimos felices. Nos levantamos de mañana y salimos al campo a cantar, a saludar la aurora como hací­a mucho tiempo no lo hací­amos. Vagamos por las distintas veredas que se nos presentaban, corrimos en busca de los árboles, del rí­o, de la vida. Regresamos extenuados; mi mujer preparó una cena exquisita y comimos con fruición. Platicamos largo rato sobre diversidad de tópicos. Esa noche no mencionamos a Pedro y me pareció bien que fuéramos aceptando poco a poco la realidad. Me encantaba ver feliz a mi familia; cuando así­ sucedí­a sentí­a como que me mecí­a en trapecios de felicidad. Nos retiramos a dormir. Algún tiempo después me levanté y entonces vi su lecho vací­o; el corazón me dio un vuelco. ¿A dónde irí­a? Desperté a mi hija quien se paró sobresaltada. Recorrimos la casa, la llamamos a gritos, pero sólo la noche nos contestaba con su silencio y con sus sombras. Salimos a enfrentarnos con las tinieblas; con sigilo recorrimos alguna distancia llamándola a voces pero todo fue en vano. De pronto vimos la luz. La misteriosa luz que manaba de alguna parte y se moví­a buscando algo; nos escondimos tras un arbusto con el corazón palpitándonos a toda prisa; escuchamos pasos, voces que murmuraban algo ininteligible.

La luz nos cegó por un momento. El estampido fue tan fuerte que por poco me destroza el alma. Mi hija no tuvo tanta suerte y de su pecho juvenil brotó un surtidor de sangre que la cubrió por completo salpicándome la cara. La vi tendida y quise acariciarla, entregarle todo mi amor en los últimos momentos de su vida. Pero la luz se posó sobre mí­ y pudo más el miedo. Corrí­ y corrí­ sin rumbo cierto; hirieron mi cuerpo las espinas y lastimaron mis piernas los hoyos y las piedras. Cuando llegué a mi casa estaba desfalleciente; me tendí­ sobre el lecho y entonces las lágrimas afloraron convirtiéndose en un rí­o de dolor, de angustia, de soledad. Muy tarde y de manera tan dura habí­a comprendido de dónde vení­a la luz nocturna; la razón de las misteriosas desapariciones a las que se habí­an sumado mi mujer y mi hija. Sí­, entonces supe que viene de los hombres. De los hombres cuya luz sólo alumbra por las noches para sembrar el dolor, la angustia y la tristeza en nuestra sociedad, sin importarles si matan a mujeres, ancianos o niños. Desde entonces estoy solo. Esperando que mi vida se acabe o que la siegue un hombre para servir sobre su mesa un suculento plato de conejo.