La limpia concepción


A la memoria de mi mamá Luz y tí­a Carlota, que me contaron tantas cosas lindas de las tradiciones antigí¼eñas y que después viví­ con emotiva ilusión.


Mario Gilberto González R.

La apologí­a de la Limpia Concepción de Marí­a Santí­sima, se pierde con el tiempo. Lejanos son los elogios a su persona y en especial a su santa maternidad. En nada ha perdido el encanto del momento luminoso, cuando al caer de la tarde, el íngel San Gabriel le dice con su dulce susurro que «es bendita entre todas las mujeres» y ella responde con evidente expresión de su sencillez y obediencia que se «haga tu voluntad y no la mí­a…» Inefable fue el gozo de la Virgen Marí­a, al verse vestida de gracia, resaltaba el introito del antiguo misal.

La liturgia de la Iglesia de Oriente es muy rica en alabanzas a la maternidad de Marí­a Santí­sima. «Ave, por ti el dolor se extingue. Ave, tesoro inagotable de la vida. Ave, medicina de mis miembros. Ave, salvación de mi alma.» San Pedro Crisólogo, San Venancio Fortunato, San Cirilo de Jerusalén y tantos otros santos varones, como San Crisóstomo, se ocuparon de estudiar el misterio de su maternidad y hacer la apologí­a a la distinción que mereció.

La maternidad inmaculada de Marí­a fue tema de riguroso estudio en el Concilio de Trento. Para los poetas, músicos, pintores y escultores, la Limpia Concepción de Marí­a fue motivo de inspiración y abundante es la muestra que dejaron.

Al correr de los años, el estudio de ese misterio llegó a los recintos universitarios. «Y las Universidades más famosas de entonces: la de La Sorbona en Parí­as, las de Colonia y Nápoles en Italia, las de Salamanca y Alcalá en España y la de Maguncia en Alemania, declararon solemnemente estar totalmente de acuerdo con la idea de que Marí­a Santí­sima fue preservada de toda mancha de pecado. Si tan altos intelectuales lo han proclamado, ¿por qué no proclamar esto mismo todos los fieles sencillos de la Iglesia Católica?»

Así­, el Sumo Pontí­fice de la Iglesia Católica Pí­o IX declaró, proclamó y definió solemnemente el Dogma de la Inmaculada Concepción de Marí­a Santí­sima y cien años después Su Santidad Pí­o XII, en su Encí­clica Fulgens Corons, dice que: «la refulgente corona de gloria con el que Señor ciñó la frente purí­sima de la Virgen Madre de Dios, parece verla resplandecer con mayor brillo al recordar el dí­a que hace cien años se declaró, proclamó y definió solemnemente el Dogma de su concepción santí­sima.»

Fueron los hijos del seráfico los que trajeron a Santiago de Guatemala ?en el valle de Almolonga? la devoción mariana en el misterio de la Limpia Concepción. A tal extremo que abandonada la ciudad por un daño natural, la Virgen de Concepción siguió sigue siendo la Patrona de la ciudad, hoy conocida como Ciudad Vieja y en su templo de San Francisco El Grande, ocupó un lugar de privilegio en su altar mayor.

Trasladada la ciudad de Santiago de Guatemala al valle de Panchoy, el 21 de mayo de 1576, el Noble Ayuntamiento recibió de su Majestad para que se le informe «si es conveniente la fundación de un ’convento de monjas’ en la ciudad de Santiago.» Y en noviembre del mismo año, los alcaldes ordinarios de la ciudad de Santiago, encargaron a Diego Galán que gestione ante el Virrey de Nueva España, Dr Don Pedro de Villalobos, el permiso para «que hagan el viaje algunas monjas de la Inmaculada Concepción, para que funden un monasterio en la ciudad de Santiago de Guatemala», petición que fue aprobada.

La patente fue librada por el Arzobispo de Nueva España, Dr. Pedro Moya de Contreras, quien otorgó el permiso para que monjas de la Inmaculada Concepción partan de la ciudad de Nueva España y funden un monasterio en la ciudad de Santiago de Guatemala. El 3 de enero del año de 1578, el Noble Ayuntamiento comisionó al Alcalde Juan Rodrí­guez Cabrillo de Medrano para que «vaya a recibir a las monjas a seys jornadas desta ciudad y que la tal persona les lleve algunas cosas de regalos y refrescos…» Así­ arribaron a la ciudad de Santiago de Guatemala, el 1 de febrero del mismo año, las RR.MM. Sor Juana de San Francisco (con el cargo de Abadesa), Sor Catarina Bautista, Sor Elena de la Cruz y Sor Inés de los Reyes.

Se les dio un solar amplio al oriente de la ciudad sobre la calle principal. De inmediato, se inició la obra del que llegó a ser el monumental templo y monasterio de la Limpia Concepción en la ciudad de Santiago de Guatemala. De su monasterio, salieron las monjas que fundaron el templo y monasterio de Santa Catalina. Creció tanto el convento que hubo necesidad de comprar la casa de enfrente y construir un arco para pasar de una casa a la otra sin ser vistas. Las ruinas ?tanto de la iglesia como del monasterio? las puede apreciar el visitante, tan pronto cruce el puente del Matasano sobre el rí­o Pensativo. Del monasterio se conserva casi intacta la puerta principal. Sobre el dintel de piedra se lee que «í§e acabó el 23 de Febrero de 1694» y unos metros hacia el oriente, aún se conserva la Fuente de las Delicias, que de dí­a y de noche brota de su tasa el agua cristalina del manantial de las Cañas.

Amplia plazuela permití­a admirar su fachada que veí­a al occidente y que se bañaba del sol al caer de la tarde. Pepe Milla relata ?en dicho templo? uno de los pasajes de su novela Los Nazarenos y su monasterio se hizo famoso con la presencia de Sor Juana de Maldonado y Paz ?hija del entonces gobernador? que fue favorecida de las musas y su celda se llenó ?además de cánticos y oraciones? de metáforas y métricas cuando en el silencio y la tranquilidad de su morada escribió poesí­a. El tí­tulo de la Décima Musa, la distingue y la recuerda. Su figura hubiera pasado inadvertida, si no se hubieran presentado dos hecho: la visita de Tomas Gage que la conoció en persona, leyó su poesí­a y fue el que le dio el tí­tulo de la Décima Musa. El otro, la acusación del Deán Don Felipe del Ruiz del Corral que la denunció ante el Santo Oficio de la Inquisición de la ciudad de México, por haber servido de modelo para que el pintor Francisco de Montúfar la pintara como Marí­a Magdalena. Para Máximo Soto Hall, Sor Juana de Maldonado y Paz ?en la vida civil? o Sor Juana de la Concepción ?en la vida religiosa? mereció el calificativo de la Divina Reclusa. Sor Juana de la Concepción llegó a desempeñarse como Abadesa de dicho convento. Su figura la envuelve un halo de misterio y fantasí­a.

La Inmaculada Concepción ?por disposición del Noble Ayuntamiento? llegó a ser Patrona jurada, de la Muy Noble y Muy Leal ciudad de Santiago de Guatemala. Cada año, en su honor hubo ceremonias especiales en el templo de San Francisco El Grande que concluí­an con una solemne procesión.

El Hermano Pedro ?el Santo de Guatemala? fue un devoto de Marí­a Santí­sima y un recio defensor de su Inmaculada Concepción. Llegó a tal extremo su convicción y su defensa que la signó con su propia sangre. Cada 8 de diciembre ?hasta su muerte? renovó ese voto. El 8 de diciembre de 1654, signó su primer voto con esta fórmula: «En el nombre de el Padre, y de el Hijo y de el Espí­ritu Santo. Bendito y alabado sea el Santí­simo Sacramento de el Altar y la Inmaculada Concepción de la Virgen Marí­a Nuestra Señora, concebida sin pecado original. Digo yo Pedro de Batancur, que juro por ésta y por los Santos Evangelios, de defender por nuestra Señora la Virgen Marí­a, fue concebida sin mancha de pecado original y perderé la vida, si se ofreciere por volver por su Concepción Santí­sima. Y por ser verdad lo firmo de mi nombre con mi propia sangre. Martes 8 de diciembre de 1654.»

El primer voto de sangre que se conoce documentado es del Hermano Mayor de la Cofradí­a de Jesús Nazareno de Sevilla, don Tomás Pérez, signado el 29 de septiembre de 1615. Y el del Hermano Pedro es el segundo, también documentado.

El Hermano Pedro tení­a también la costumbre de salir bien de mañana el dí­a de Navidad a saludar y dar las «buenas Pascuas» a su señora la Virgen de Concepción de Ciudad de Vieja. De ida no respondí­a ningún saludo porque el primero que debí­a dar era a su Señora. Cumplido su deseo, con gran regocijo retornaba saludando a todo a quien encontrara en su camino.

Y repetí­a uno de sus versos con el que exaltaba a su Señora de la Limpia Concepción:

«Celebremos este dí­a,

con pureza y devoción,

pues nos publica la Iglesia,

cual de fe es la Concepción.»

Con ocasión de las Cortes de Cádiz ?1808-1814?, el Noble Ayuntamiento de la ciudad de Guatemala, entre otras recomendaciones que dio a su representante el Canónigo Antonio Larrazábal, estaba la de luchar por el Dogma de la Inmaculada Concepción.

El 8 de diciembre salí­a el rezado de la bellí­sima imagen Concebida de la iglesia Catedral. En su ví­spera, los gigantes acompañados de marimba y música autóctona ?tambor y pito? recorrí­an las calles de la ciudad de La Antigua Guatemala.

La familia Ruiz Medina y doña Meches Marí­n, vecinas del barrio de la Concepción, poseí­an sendas imágenes en bulto de la Inmaculada Concepción. La familia Ruiz Medina la daba en préstamo para el rezado que salí­a del barrio de Santa Lucí­a. La de doña Meches ?en cambio? lucí­a en un altar especial lleno de flores y velas altas.

Era costumbre en la ví­spera, anunciar el recorrido con un convite. En cada esquina se quemaba una bomba. Se iniciaba con los encamisados montados a caballo. Iban vestidos de blanco con cintas celestes y las patas de los caballos, adornadas con cintas rojas y doradas. Se cubrí­an la cara con un velo. A cambio de ayuda económica voluntaria, repartí­an hojitas con unos versos dedicados a la Virgen Marí­a que escribí­a Juanito Solares. Le seguí­an las «partidas de fieros» que eran grupos de parejas con disfraces especiales y cubierta la cara con una máscara ?hombre y mujer que danzaban en cada esquina al compás de una marimba sencilla. Personaje jocoso y que jamás faltaba, era el Mico… En una mano llevaba un chicote y en la otra una alcancí­a. Pero su papel principal era el de sacar el «de repente». Danzaba alegremente y de pronto decí­a «Yo te saco de repente. Y te saco de un baúl. Para mis frutas me ha de dar, mi amigo don Raúl.» Acercaba la alcancí­a a don Raúl para que depositara su óbolo y con el chicote amenazaba cualquier desplante y no se retiraba hasta que don Raúl soltaba la monedita.

Seguí­a el tambor y el pito, que anunciaba que detrás vení­as seis u ocho carretas haladas por bueyes adornados con papel brillante.- En la carrocerí­a se levantaban entablados donde se representan ?por niños niñas? escenas de la vida de la Virgen Marí­a. Alegorí­as artí­sticas diseñadas con mucho cariño y entusiasmo, como los Siete Pecados Capitales y las Siete Virtudes Teologales. Los niños y las niñas iban revestidos de angelitos, pastores, de reyes magos o de inditos, pero la que más emocionaba a grandes y pequeños era la carroza de los diablos. Al frente el diablo mayor señalaba a una persona y luego la anotaba en un gran libro. Por supuesto, que los que más sufrí­an eran los niños cuando veí­an las señas del diablo y creí­an que su nombre lo apuntaba. Los demás hací­an sonar quijadas de buey, al tiempo que soltaban voces de ultratumba.

Desde las primeras horas del 8 de diciembre, los vecinos lucí­an sus mejores galas y se encaminaban a la iglesia principal para participar en la Misa Solemne. Un coro formado por señoras y señoritas soltaban sus voces cantarinas y el humo del incienso llenaba la nave del templo. Era costumbre que en la plazuela se colocaran numerosos fieles con una granada cada uno. Esperaban pacientes el final de la Misa para quemarlas. Era la ofrenda devocional y amorosa a su patrona.

El dí­a del rezado, la Virgen de Concepción era llevada en andas con adornos delicados, donde no podí­an faltar los angelitos y serafines, así­ como las rosas y las azucenas. Los desafí­os entre moros y cristianos eran esperados con entusiasmo por los vecinos que se agolpaban al frente de la iglesia. El primer desafí­o se iniciaba en la plazuela del templo y seguí­an en sitios amplios como la esquina de Zacateros o el Parque Central. Cada desafí­o terminaba con el estruendo de bombas, que espantaban a los caballos que salí­an por diferentes rumbos para volver a encontrarse en otro sitio ya señalado. El triunfo de los cristianos sobre los moros era en el último desafí­o que se escenificaba en la plazuela del templo frente a la Virgen Concebida. El texto o parlamento se conservaba por tradición oral al igual que la puesta en escena. Era patrimonio de las personas mayores que heredaban a sus sucesores con solemnes ceremonias privadas.

Durante el dí­a, se escenificaban bailes tradicionales como el de la Conquista, los Siete Pares de Francia, las Siete Virtudes y desde luego, el de los Diablos. La vestimenta era especial y los participantes se preparaban con muchos meses de antelación, tanto intelectual, espiritual y artí­stica para enviar su mensaje como para darle todo el colorido a los bailes al momento de su participación individual y colectiva.

A su retorno al templo ya entrada la noche, no podí­an faltar las «loas». En lo alto se armaba un escenario rústico, cubierto en los tres lados por cortinas. Se iluminaban con hachas de trapo y gas y se representaban escenas entre el bien y el mal. Personajes importantes eran una niña que representaba la inocencia, el diablo al mal y la Virgen Marí­a que salvaba a la niña del acecho del diablo. Unas veces eran personas mayores las que participaban pero de preferencia eran los niños. Después de vencer al mal, la «loa» terminaba con ofrecerle la quema de un cohete a la Virgen y el baile del son al compás de las notas musicales de la banda. A veces, no todo salí­a como se esperaba. El diablo salí­a con tanta energí­a que no veí­a el lí­mite del escenario y se iba al vací­o. La loa se suspendí­a por falta del personaje principal y otras veces porque las bases del escenario no estaban bien seguras y al movimiento se vencí­an y poco a poco se inclinaban a no de los dos lados del terreno y para que el susto no fuera tan notorio, la banda rompí­a la algarabí­a con un son. Los textos y las escenas eran preparados por los propios vecinos en lenguaje sencillo, pero con un mensaje moralizador, sobre todo para resaltar la Pureza de la Virgen Marí­a.

Para entretener a quienes esperaran el retorno de la Virgen a su templo, alrededor de la plazuela se quemaba el «juego de Cañas». Antes de entrar la Virgen de Concepción a su templo, se le ofrecí­a la quema de fuegos artificiales, como un torito, una granada o un castillo. Cada uno contení­a canchinflines, bombas, luces de colores y estrellitas. Los castillos, las granadas y el torito se quemaban por fases. Y al cruzar la Virgen el umbral del templo, las campanas se echaban al vuelo y se quemaban docenas de bombas y cohetes, mientras la banda despedí­a a la Virgen al compás de un son.

Desde que llegaba diciembre, se esperaban con ansiedad los convites y los rezados de Catedral, Ciudad Vieja, del Barrio de Santa Lucí­a, Jocotenango, Pastores y San Luis de las Carretas.

Propio de esta festividad, eran el ponche y los buñuelos, hechos por vecinas expertas ?como doña Pilar Rí­os? que cada año mitigaban el frí­o y endulzaban la vida.

Famosa fue la «morerí­a» de doña Delfina España en el barrio de Santa Lucí­a. Tení­a toda clase de disfraces y máscaras de madrea y en cedazo para los angelitos, encamisados, los fieros, el mico y los participantes en los bailes tradicionales como el Baile de los Siete Diablos, de las Siete Virtudes y los participantes de carrozas y convites.

Para los chirices de entonces, la fiesta de Concepción era el preludio de la Noche Buena que se esperaba con tanta ilusión.