«Rafael del Llano estaba exhausto aquella noche. Luego de un día de intenso trabajo conducía al paso, por la calle del Teatro, el landó de alquiler del cual era cochero. Era viernes. La noche de un Viernes Santo ya bastante avanzada.
Después de trasladar a dos ancianas rezagadas hasta la Calle del Seminario, regresaba a los establos de Schumann a rendir cuentas al patrón y guardar el landó. Como caminaba hacia el barrio de Santa Catarina, dobló en la esquina del templo de La Merced y enfiló por la calle de la Esperanza.
Rafael, además de cansado, se sentía triste. Aquel ambiente impregnado de incienso y aroma a flor de corozo, pesaba sobre su espíritu, como el sopor místico sobre la ciudad.
Silencio absoluto. Calles solitarias y oscuras. Escuchaba tan solo el ruido de las herraduras del caballo que se estrellaban en el empedrado. Atravesó la calle de la Concepción, y vio la hora en uno de los relojes de la Catedral -Hay razón para estar cansado -musitó- si son ya más de las once.
Y prosiguió su camino por la misma calle. En su mente bullía el recuerdo de los acontecimientos del día: había transportado a muchas personas a las distintas procesiones que recorrieron los barrios y las calles de la ciudad, sobre todo al Santo Entierro de Santo Domingo, a donde más gente se vio obligada a trasladar, así como al descendimiento de Cristo en San Francisco. En verdad estaba impresionado por el Cristo Morto, por su sobriedad, el silencio de los cargadores y la inmensa tristeza del cristo yaciente. Además, era la procesión de su barrio. El vivía en el Callejón del Carrocero. Ese año -seguía pensando- por primera vez en mucho tiempo, el Señor Sepultado de la Iglesia de Santa Catarina no había salido en procesión. Se decía que muchas habían sido las causas: falta de dinero, de organización… en fin… ¡Qué sabía él! Su desolación era mayor aún porque además de cargarlo, le profesaba una fe inmensa.
– ¡Ah, sí! -se decía-. Qué milagroso es el sepultado de Santa Catarina. Recordaba que cuando niño, su abuela le había contado la historia del Señor que se remontaba a la ciudad de Santiago de Guatemala, mucho tiempo antes del terremoto de Santa Marta.
Le había relatado que una noche el Santo Hermano Pedro se encontraba rezando a los pies del crucifijo, en una iglesia cuyo nombre había olvidado. Era ya muy tarde -había dicho su abuela-, pasaba la media noche… y cuando más arrobado se hallaba en su oración al Santo Hermano, escuchó la voz del crucificado que le decía: -Pedro, hijo mío, quiero ser sepultado en el coro bajo de las Catarinas. El Santo Hermano, sin titubear, se dio vuelta y recibió la imagen sobre sus hombros y salió muy despacio a la oscuridad de la noche. El peso del crucificado doblegaba su espalda. Por ser la imagen más alta que él, se vio obligado a arrastrarle los pies por el empedrado de las solitarias calles de la urbe. Así, después de largo y penoso recorrido, llegó al convento e Iglesia de las Catarinas. Las monjas lo esperaban con cirios encendidos a lo largo del templo. En el coro tenían ya preparada una urna que acogería al Señor. Allí lo depositó el venerado Hermano, con sumo respeto. (Testimonio de ese milagro eran las raspaduras hechas cuando lo llevaba en hombros y que la imagen todavía presentaba después de tantos y tantos años. Rafael las había visto y aún palpado).
Según su abuela, aquel suceso había estimulado a miles de fieles a acercarse a rendir tributo al Crucificado que había querido ser sepultado en aquel lugar. Después de los terremotos de Santa Marta -concluían sus recuerdos-, el Señor fue trasladado a la Nueva Guatemala y colocado en una capilla de la Iglesia del Convento, que las monjas Catarinas habían mandado levantar, y donde hoy se encontraba.
Abstraído, en estos pensamientos, después de pasar junto al Callejón del Manchén, llegó a la Calle Real y la atravesó. Poco faltaba para llegar a su destino. De golpe, las notas fúnebres de una marcha procesional le hicieron volver en sí y buscar el lugar de donde provenía.
– ¡No es posible! -exclamó-, ¡la procesión de Santa Catarina! … ¡Y tan tarde! ¡Pero si me dijeron que no saldría este año!
En efecto, a lo lejos veía Rafael, viniendo de la Calle del Olvido y doblando la esquina del Convento de las Catarinas, rumbo al templo, el anda en que descansaba la urna de oro y mármol del Señor Sepultado. Una banda de músicos marchaba tras ella. Abriendo la procesión, los ciriales y la cruz alta llegaban ya casi hasta la puerta del templo, y luego dos columnas de cucuruchos con túnica negra y velas encendidas en las manos caminaban silenciosos y con lentitud a la vera de la calle…
¡Si camino rápido -se dijo el cochero- todavía alcanzo la bendición! El anda ya está llegando a la iglesia, pues oigo ya el arrastrar de las horquillas de los cargadores y las notas de la banda… el Señor ya está en el atrio… tocan ¡la granadera!… Y apresurando el paso de su caballo, salvó veloz las dos cuadras que aún le faltaban. Al llegar al atrio del templo su espanto fue tremendo… ¡no había nada! ¡La procesión había desaparecido!
Rafael, clavado en el coche, como una estatua, no acaba de comprender. Un sudor frío bañaba su rostro y un compulsivo temblor sacudía su cuerpo, hasta que cayó desfallecido en el pescante del landó. El caballo, ya sin dirección y siguiendo su instinto, se encaminó a los establos de Schumann, ubicados en la calle posterior del templo. A la mañana siguiente encontraron el landó en el patio central con el cadáver de Rafael del Llano en su interior, horriblemente crispado.
Y, desde entonces, el Señor Sepultado de Santa Catarina jamás volvió a salir en procesión».