LA LEYENDA DE LOS TZIPITIOS DE LA CAÑA DE AZÚCAR


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Mirá m’hijo, todo esto es para cuando vos y tus hermanos crezcan, decía ufano un acaudalado propietario de tierras en la costa sur. Mi papá sembraba algodón aquí, pero ahora ya no se vende y por eso lo dediqué a cañaverales. La próxima semana vamos a reunirnos varios finqueros para organizar la llegada de la maquinaria para el ingenio.

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CELSO LARA FIGUEROA

Ellos creen que no los quiero ayudar, pero no es eso, sino que les voy a cobrar por el proceso.  ¿Y todo este terreno, lo compró el abuelo? Quiso saber el niño, que apenas llegaba a los ocho años. Una parte sí. Logró comprarla cuando bajaron los precios porque se fueron los alemanes.  Pero a los alemanes se las había cedido el gobierno, así que siempre salió caro, dijo el propietario.

 Me contó don Eusebio que bajo los cañaverales encontraron unas figuras extrañas, hechas de piedra, le contó el niño a su padre.  Esas son tonterías de la gente ignorante, repuso el padre, no tenés que estar platicando con los peones, ya te lo he prohibido. Es que cuando jugamos con José a veces platico con su papá…, dijo el niño, apenas, pues fue reprendido severamente por el padre.  Ya te dije que no jugués con los peones ni con sus hijos, que vos vas a ser el patrón un día, expresó enfurecido don Luis.

Es que cuando estoy solo en el casco de la finca no tengo con quién jugar. Pues mejor jugá con los chuchos, repuso su padre muy molesto.  El niño decidió que, cuando jugara con José y sus amigos no se lo contaría a su padre.

La época de la cosecha llegó.  La cantidad de caña fue abundante y don Luis pensó que valía la pena haber invertido en la maquinaria del ingenio. Las utilidades serían cuantiosas y podría comprarle un automóvil nuevo a su esposa, el collar de perlas que le había pedido y llevarla a ella y sus tres hijos de paseo al extranjero.  A los Estados Unidos, como todos los años.  Sus hijos eran pequeños.  El mayor era Luis, que tenía el nombre del padre y del abuelo.

Sin embargo, los planes del don Luis se vieron afectados por algo extraño.  El capataz llegó con la novedad de que no toda la caña estaba bien.  Don Luis, molesto como siempre que las cosas no salían a su satisfacción, se dirigió furibundo a las plantaciones.  Lo que pasa es que ustedes son unos haraganes, refunfuñaba contra don Evaristo.  ¿Qué voy a hacer con tanta gente incapaz?

Los empleados estaban molestos, porque no era su culpa.  Ellos habían cortado bien la caña y, al amanecer, había aparecido descompuesta. Pero más les dolía los comentarios injustos del patrón. Siempre nos echa la culpa, como si nosotros lo hiciéramos a propósito, decían algunos.

Mientras su padre iba al campo, el pequeño Luis se quedó jugando en el casco de la finca.  Era fin de semana y no tenía que quedarse en su casa de la capital para ir al colegio, como todos los días.  Cuando don Luis se fue, José se acercó a su amigo y le preguntó: ¿Por qué se fue tan enojado tu papá?  Porque se arruinó una parte de la caña.

Esos fueron los tzipitíos, le dijo José, y la culpa la tiene tu papá, porque no respetó los avisos que le enviaron los tzipitíos.  ¿Qué es eso?  Dijo asombrado y curioso a la vez el pequeño Luis.

¿No sabés qué son los tzipitíos?  Le interrogó José.    No, no sé, le respondió. Son como pequeños personajes que hacen cosas a la gente que no se porta bien.  Pero no a los niños traviesos sino a la gente grande.  No sé cómo decirte.  Mejor vamos con mi papá.

Los dos niños se dirigieron a la casa de uno de los trabajadores.  Don Eusebio estaba reparando unas piezas de maquinaria cuando  llegaron los dos niños. Papá, papá, explicale a Luisito qué son los tzipitíos por favor, llegó corriendo José.  Buenos días niño Luis, qué gusto verlo por acá.  ¿No se enoja su papá si viene a vernos?  Le recibió don Eusebio.  No, no tenga pena.  Mejor cuénteme qué son esos animalitos.

No son animalitos niño Luis. Son como pequeños hombres que vienen del monte. Son poderosos y están enojados con su papá”, repuso don Eusebio.

 ¿Qué hizo mi papá contra esos pequeños hombres?  Quiso saber el pequeño Luis.  Nosotros creemos que los hemos molestado.  Contaba mi abuelo que, hace muchos, muchos años, en este lugar vivía gente muy sabia.  ¿Ha visto las piedras que sacamos el año pasado y que su papá puso en el patio de su casa?  Pues decían que los antiguos habían tallado esas piedras para sus dioses y que el lugar de donde las sacamos era sagrado.  Una mi tía decía que era el lugar de sus muertos. Pues parece que, cuando sembraron la caña, molestaron el lugar de reposo de los antiguos muertos y, por eso, los tzipitíos están enojados.  Porque los antiguos respetaban a los tzipitíos y les pedían permiso, en cambio ahora, nadie los respeta, ni a ellos ni a los muertos ni a las obras que dejaron los antiguos.

El pequeño Luis estaba asombrado y, como siempre que hablaba con don Eusebio, aprendía algo nuevo y certero.  Cuando regrese mi papá le voy a contar, pensó el niño.

Efectivamente, cuando regresó don Luis, su hijo lo buscó para contarle y decirle que había encontrado la solución.  Sin embargo, su padre seguía muy molesto y, en vez de atenderlo cuando lo vio, le dijo que se alejara.  Don Luis estaba muy preocupado porque la caña se había echado a perder y a él le constaba que todo el proceso había empezado correctamente.  No me explico qué pasa, dijo en voz alta.  Su hijo, que se hallaba detrás de la puerta del salón donde estaba don Luis, le dijo: Yo sé qué pasa y cómo podés arreglar las cosas.

Qué vas a saber vos, patojo.  Andate a tu cuarto o te castigo, le reprendió don Luis.  No papá, ya sé que pasó con la caña, fueron los tzipitíos, respondió el niño.  Calláte y a tu cuarto.  El niño no insistió más.  Esperó hasta la cena. Otra vez le dijo a su padre quien, ante la imposibilidad de comprender lo que pasaba, escuchó al niño.

 La forma de arreglar las cosas era devolver todo lo que habían encontrado, intacto, en el lugar de los muertos antiguos, en su lugar original, recomendó don Eusebio, o entregarlo a alguien que no sacara ningún provecho de lo que se había encontrado. Don Luis recordó que había vendido algunos objetos a unos amigos y en una tienda, sin respetar la importancia que tenían para los antiguos.

Busque los objetos que entregó, le indicó don Eusebio, luego, entréguelos al museo, allí nadie saca beneficio y la gente ve con respeto lo que hicieron los antiguos.  Don Luis no estaba muy convencido.  Pero los trabajadores llegaron contándole que otra vez había problemas con la caña.  Esta vez la habían cortado y, antes de llegar al lugar de destino, ya estaban secas, como si les hubieran chupado el jugo.

Don Luis hizo varias llamadas por teléfono.  A los pocos días, había reunido todas las piezas que había tomado del lugar sagrado de los antiguos y las entregó al museo del lugar, que había fundado uno de sus vecinos.  Ahora ya sé por qué lo estableció, pensó don Luis.

Efectivamente, a los dos días de entregados los objetos, la caña cortada ya no se estropeó.  Don Eusebio dijo que era porque los tzipitíos estaban tranquilos.  Don Luis, desde entonces, aprendió a respetar a sus trabajadores y, en especial, la sabiduría de los ancianos y los antiguos.  Ahora, cuando descubren algo antiguo, don Luis manda a llamar a uno de los investigadores de la capital y conservan todos los objetos en el museo.  Ha aprendido que los antiguos eran sabios y artistas y que su legado es una riqueza que se debe respetar.