La lección de Zaqueo


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En medio de la ruidosa parafernalia que agita nuestra cotidiana existencia la Semana Santa viene a ser un respiro, una pausa de reflexión y descanso. Bien por el receso por cuanto cambiamos de actividad y socializamos en un ambiente de distensión en la playa o en La Antigua. Pero no se deben perder las razones que dieron origen a estos días especiales.

Luis Fernández Molina


Por eso hay que buscar un espacio para meditar sobre lo trascendente de la vida, lo trascendente; procurar una peregrinación que eleve nuestro espíritu por encima de lo fugaz y aparente. Y es que estamos zarandeados por una cultura de lo material que nos obnubila y asfixia. El afán de riqueza (mejor si es fácil y rápido), la ostentación de lujo, los afanes de poder son, entre otros, los motores de un mundo frustrado e insaciable. Son asimismo la raíz de los grandes males que afectan a esta sociedad.

Viene a la mente la lección de Zaqueo. Es fácil imaginarlo; un hombre de baja estatura con una calvicie que el turbante disimulaba; regordete aunque todavía ágil a pesar de estar entrado en años. Cuenta el Evangelio de San Lucas (19, 1-10) que era jefe de publicanos, rico y no bien querido por la comunidad.  Por la algarabía supo que estaba entrando a Jericó el famoso predicador conocido como el Galileo. Por ser corto de estatura la gente de la primera fila no le dejaba ver, entonces se subió en un árbol de sicómoro. Cuando Jesús pasó debajo del árbol se detuvo y miró para arriba: “Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa”. Debe haberle sorprendido que lo reconocieran y lo llamaran por su nombre; bajó de inmediato y lo llevó a su casa. Zaqueo se convirtió como lo haría cualquier persona que de buena fe se acerque a Jesús; así se produjo la increíble transformación de aquel hombre rico y avaricioso. Al final dijo: “Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo”. En otras palabras no bastó con la mera conversión, con haber aceptado a Jesús. Había otras cuestiones pendientes. Ofreció la mitad de sus bienes para los pobres; no llegó a los niveles de aquél a quien el mismo Jesús le recomendó dar todos sus bienes a los pobres y seguirlo. No, aquí fue solamente la mitad, pero lo interesante es que reconoció que había defraudado a mucha gente y que ofrecía devolverles cuatro veces más de lo que les había quitado. Zaqueo no era buena persona; como publicano cobraba los impuestos y a veces más de la cuenta; todos lo sabían y por eso se sorprendieron que Jesús fuera a su casa. Pero como él mismo lo dijo había venido a buscar y salvar lo que estaba perdido. La mera conversión es encomiable pero se precisan pruebas de ese cambio; está bien la aceptación de Jesús pero, según los antecedentes, a veces ese gesto es incompleto. Y aunque no estoy juzgando a nadie (eso no me corresponde a mí),  me parece incompatible una conversión con rendir pleitesía a los bienes materiales. “Nadie puede servir a dos señores”, dice el mismo Jesús en otro evangelio. Ese día llegó la salvación a la casa de Zaqueo, el becerro de oro debería salir por la ventana.

Es interesante resaltar que lo censurable no es la riqueza. El problema no es tener sino el uso que se hace de esa riqueza. La falta consiste en el apego que se tenga de lo material y el mayor pecado radica en no compartir. En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro lo que condena al rico no era el hecho de que celebrara festines diarios; su castigo viene porque no le dio ni un pan al pobre Lázaro.