Mientras Diego Monzón corría desesperadamente después de haber asestado una bala en la cabeza de Leonel Guillén, alojándose esta en su cerebro, su suerte estaba echada. El tribunal de sentencia condenatoria corría detrás de él como una ola que acumulaba más y más odio, al mismo tiempo que se hacía más y más grande.
Las masas se aglutinan de forma aparentemente espontánea, movidos en este caso por la fijación en el imaginario colectivo de saturación de violencia, no hay amparo del Estado que los detenga porque no se le reconoce, no hay espacio para el imperio de la ley con una reacción en cadena de esa magnitud. La conducta de este tribunal improvisado se exacerba por el ambiente de violencia. La acción es inmediata, la sentencia es en el acto. El gladiador ejecuta a su víctima, la masa depredadora finalmente le da alcance a la agotada presa que no puede ofrecer resistencia ante descomunal poder violento, el linchamiento es inevitable porque la conducta colectiva interpreta al menos dos razonamientos perversos; el primero de ellos enjuicia que la ejecución evitará más actos violentos, se asume que muerto el victimario desaparecerá el mal. Y el segundo que quizá es el peor, asume que no hay un ente que ampare, no hay un sistema legal que dirima el conflicto, por tanto debe accionar por sí mismo. En ese sentido hay un simbolismo circunstancial en el hecho que durante la huida angustiosa de Diego Monzón, este chocara con agentes de la Policía que no lograron reaccionar o detenerlo de manera efectiva. De igual manera es relevante que la golpiza fuera finalmente detenida, solo porque se impuso un contingente militar. La turba echó los dados y la suerte del joven Monzón quedó conjurada. Su muerte en el hospital unos días después solo fue el epílogo de una historia violenta. Los medios de comunicación refuerzan los vítores desde las graderías del coliseo de la muerte, azuzando al verdugo para que confirme la ejecución. Pero nadie repara en el emperador que se divierte con el festín de violencia allá abajo en la arena de la descomposición. El, en el palco, manipula a los medios, si hace falta suelta a las bestias, convierte la violencia en productos consumibles de un mercado global, calcula los costos de las víctimas y las convierte en deuda flotante. Los datos estadísticos del Programa de Opinión Pública de la URL sobre este crimen, son implacables en la mirada micro pero pierden de vista la mano que bate el caldero de la degradación humana en un sistema que engulle todo a su paso. Guatemala solo es una arena con espectáculos de tercera para el emperador. El asesinato de Leonel Guillén y el de Diego Monzón sintetizan el fiasco del Estado. Diego y Leonel son los dos, víctimas de un sistema que ha fracasado en humanizar y ha sido exitoso en acumular a cualquier costo, vidas guatemaltecas que cada día se pierden en las trincheras de la urbe, por el precio de un celular, por una cartera, el vehículo, por una venganza personal o política, o una extorción no pagada. Al final de la tarde fatídica, los victimarios del victimario están saciados de sangre, todos han ejecutado y la justicia no es una aspiración para nadie. Todas esas víctimas justifican un sistema de muerte que el emperador dispone al bajar su dedo pulgar, conjurando de esta manera, la lógica de la violencia como subproducto de una cadena productiva que inicia así el último mercado por exacerbar, el de los humanos.