Predomina en la cultura occidental un estereotipo de la personalidad del artista que lo concibe como un ser inadaptado, con profundos y atormentadores conflictos interiores de cuya imposibilidad de superarlos proviene propiamente su irracional fuerza creativa. De acuerdo con ese estereotipo que exige consecuencias y fidelidades, las obras de arte creadas por este ser marginal en el colmo de su inadaptación son una especie de denuncia a esa sociedad que lo margina y una revelación del «estado de humanidad» en el contexto del mundo contemporáneo. Se espera que el conjunto de denuncias y revelaciones de la comunidad artística, es decir, el conjunto de obras de una época, tengan un impacto en la sensibilidad humana de los espectadores y, a través de ellos la sociedad contemporánea pueda reencausar sus prácticas inhumanas por el camino de los valores humanos. En última instancia, ese estereotipo exige al artista una causa y un encauce de su fuerza creativa hacia objetivos más elevados, lo que, en términos de administración de empresas equivale a tener una visión y una misión, esta vez artísticas, tendientes a la condena de la sociedad y a la redención del mundo.
Nada más alejado de este estereotipo cruel y de sus ingenuas y contradictorias derivaciones que la personalidad de Mauro López (Guatemala, 1968), centrada en su trabajo y su familia, y de su obra, más bien jubilosa, llena de una savia vital capaz de transformar el más desértico y desesperanzador paraje en un paisaje amable donde, junto a los árboles frutales, florece una especie de solidaridad primigenia que desborda en actitudes humanas y plenitudes formales y cromáticas.
Conociendo la trayectoria artística de Mauro López y la evolución de su obra, puede afirmar que el verdadero tema de su pintura actual es precisamente la transformación de ese paisaje (que es mera cuestión de actitud mental) por la función humana de la solidaridad. Pero ese tema (y esa forma, ese estilo de abordarlo) no aparecieron en su pintura de su imaginación atormentada sino que fue buscado y encontrado cuando seguía de cerca a las comunidades campesinas de refugiados primero y retornados después de la instalación en ellos (o en el artista) de una pequeña llama de esperanza.
En el aspecto formal, podríamos decir que el tema de los refugiados y retornados exigía una estilización y una simplificación que expresara el despojamiento, el abandono y la pobreza. Asimismo, la creación de un paraje desértico e infinito que ilustrara con sus cielos vacíos la desesperanza ante un destino incierto y por momentos totalmente ausente de la perspectiva vital. Esos paisajes humanos y físicos que recogió Mauro López eran cabalmente el fin de los caminos.
Pero fue precisamente allí, en medio de la desesperanza y del abandono donde el artista encontró la solidaridad, quizá relacionada con el retorno de los refugiados al final de la guerra. Allí empezó también otra etapa de su pintura con la transformación del paisaje y la reversión de la dispersión en la nada de sus olvidados personajes, reunidos ahora en una especie de familia simbólica unidos por los lazos de la solidaridad, más firmes y duraderos, quizá, que los de la sangre.
Apareció aquí y allá, en la inmensidad de sus lienzos, la primera manzana, el primer verdor y el cielo, antes desolado, se llenó de un intenso y acogedor azul. De la misma manera, sus estilizados y simples personajes se levantaron del suelo, se sacudieron la tierra de sus harapos y empezaron a jugar con las manzanas. El desierto se convirtió en prado, los árboles volvieron poco a poco a florecer, al mismo tiempo que los personajes se arracimaban en conjuntos jubilosos.
La serie «Retratos familiares» es la culminación de ese proceso que no es sólo formal o temático, sino también psicológico. El retrato, en efecto, surge de un deseo de perdurar y de permanecer. El retrato familiar es justamente eso: la instantánea de un momento que se quiere perdurable y que se quiere conservar y compartir. La obra de Mauro expresa no su desadaptación atormentada sino su realización como persona y como artista y es, por tanto, una especie de jubilosa celebración que se extiende a todo espectador sensible.