La indiferencia


Antonio Cerezo

No sé qué hacer. Estoy como siempre ganándome el sustento inmerso en estas horas aburridas que se llenan de murmullos, gritos, rumores y cantos como de aves rapaces. Que el aire acondicionado no funciona, que funciona a medias o enfrí­a mucho o no enfrí­a tanto. Las trivialidades de todos los dí­as. Pero hoy marqué mi tarjeta a tiempo. Es decir a mejor tiempo que los dí­as anteriores en que he llegado tarde y lento como un ferrocarril de vapor lo hace en los pueblos olvidados. Siempre oyendo a las compañeras adularse o maldecirse unas a otras, maquillándose no sólo la cara sino el alma con sandeces o elogios, depende, el clima las influye y hoy llueve. Estamos en invierno y la lluvia cae como hilos que forman la cortina que tienen algunos ancianos en los ojos a la que los médicos llaman cataratas. Los compañeros se sumergen en sus máquinas, se llenan de humo la cabeza pensando las frases que van a escribir o los correos que comparten con amigos o compañeros de desventuras o fiestas, depende de lo que se trate.


Pedro Pablo Valle es un guatemalteco que trabaja para el Gobierno (lo escribo con mayúscula inicial -G- porque así­ me han dicho que debe ser. No por otra cosa) y vive la odisea diaria al salir de su casa y regresar a ella. Porque la violencia se ha acrecentado como si fuera la barriga de un militar de esos que alcanzan la estabilidad con la acumulación de grasa en sus prominentes abdómenes.

Cuando salgo de casa rumbo al cuarto nivel en que me agobio todos los dí­as desde hace unos quince años, llevo en mí­ la espina metida en el corazón por las noticias matutinas que hablan de niñas abandonadas, asesinatos, escasez de alimentos básicos, carestí­a de todo, pero veo el cielo azul o gris como ahora que es invierno y la lluvia que cae y uno que otro trueno que adorna el ambiente y se ve desde la ventana de la oficina frente a la que me paro un rato por las mañanas y otro por las tardes, como ahora que veo la gente que corre, abre paraguas y camina, camina a donde tengan que ir, a la tienda, almacén oficina, su casa, en fin, se mueven como si fuera una colmena en plena ebullición.

Pedro Pablo lee el periódico todos los dí­as, no puede dejar de enterarse de todos los desastres y calamidades que vive el paí­s y menos de los anuncios de celulares cuyo uso llena los bolsillos de compañí­as transnacionales, de automóviles tan necesarios para la vida cotidiana y, porqué no, de los bikinis bien puestos en deliciosas modelos. Porque la vida es así­, llena de compromisos de consumo paras encajar dentro de ese conglomerado que vive en zozobra por la delincuencia, falta de trabajo, trabajos mal pagados, escasez de alimentos (creo que ya lo dije pero no me canso de decirlo) y la cruel monotoní­a que los sumerge en el agua como un submarino de calamidad.

Cuando llego a la oficina subo por la escalera (miento, a veces tomo el elevador) los cuatro niveles que me separan de la calle en la que tantos atracos se ven y gente pidiendo limosna o indigentes cagando. Es un desastre el paí­s, la ciudad sobre todo, por eso cuando subo veo por la ventana el cielo, la gente que pasa, los carros, el polvo empujado por el viento que se lleva la inmundicia a otro lado lejos de mi vista. Ayer mataron al maestro Quiroga. Lo asesinaron de vario balazos, como si hubiera necesitado plomo para ser un individuo de peso. A veces creo que eso piensan los sicarios que brotan en este paí­s como lo hacen las flores en primavera. Entonces me siento a escribir, pero no cosas de trabajo sino de la vida, porque me sirve de desahogo escupir todas estas monstruosidades que se dan en este paí­s del tercer mudo (a veces pienso que es del cuarto) en el que me ha tocado vivir. Pero ayer también ganó el Real, ese equipo de España tantas veces campeón y Federer, el tenista mejor pagado del mundo. A ver cuándo gana nuestra selección de fútbol.

Pedro Pablo lee en el periódico que el criminal que mató dos niñas después de violarlas, deja la prisión por falta de pruebas y algunos centavos que (supone) ha de haber recibido el juez que emitió el fallo. Los tribunales de justicia se han corrompido de tal manera que los inocentes resultan culpables y los asesinos salen libres por falta de pruebas. Claro, si hacen algo contra los malhechores los ataca el Procurador de los Derechos Humanos. ¿Cómo es que van a matar un delincuente? Ellos tienen derecho a la vida. Pedro Pablo deja el periódico y prende la tele. A lo mejor dan una buena pelí­cula.

Cuando me siento a ver televisión, no me gusta que me interrumpan. Sobre todo si se trata de pelí­culas de detectives o de miedo, de esas que te mantienen en tensión todo el tiempo. Y más si dan buenos anuncios: cómo rebajar de peso sin problemas, como ser bella (las modelos que sacan son exquisitas), cómo evitar el mal olor de las axilas… Cuando llega la hora del noticiario me apresto para ver cuántos muertos adornan la noche, qué accidentes han habido, cómo está de cara la vida, cuántos baches en las calles y carreteras, los desastres naturales, a quiénes agarraron presos, la calidad de las estafas, en fin, ese rosario de calamidades que les cuento. Por eso durante el dí­a no veo noticias, ni las oigo, porque tengo que pasarla tranquilo. Mejor platico de fútbol, de concursos de belleza o cualquier otra pendejada. Los muertos son los muertos y la vida es la vida.

Pedro Pablo, deprimido por las noticias de la noche, llega a la oficina. Oye el ronroneo de siempre que provocan los compañeros que comentan las noticias, los gritos de las compañeras que quieren llamar la atención, ve la oficina del jefe con la puerta cerrada, su máquina que espera la trabaje, la señora de la limpieza con el ceño fruncido que jala el trapeador. Hablan de las mismas noticias que él vio en el noticiario de la noche, de las calamidades del paí­s y el resultado del fútbol. Más de lo mismo. Se levanta de su escritorio, toma rumbo a la ventana, la abre y ve pasar un carro. Y uno que otro peatón.