Hace algunos días leí una columna de la licenciada María Antonieta de Bonilla, quien fuera ministra de Finanzas y presidenta del Banco de Guatemala, en la que señalaba como un serio obstáculo administrativo la rigidez del Presupuesto y decía que por la “percepción de corrupción†se establecen candados adicionales que complican más la gestión pública. Creo que no estamos frente a un problema de percepción sino a una realidad en la que no hay controles eficientes para fiscalizar el gasto público y frente al uso y abuso de las transferencias presupuestarias para hacer micos y pericos con el dinero de los contribuyentes.
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Sabe bien la licenciada de Bonilla que no es únicamente el caso de Portillo con las transferencias del dinero de los gastos militares, sino que ese procedimiento se ha utilizado de manera exagerada aun para financiar un proyecto político personal como el que ahora abandera el partido de gobierno. Hace poco vino el candidato a Alcalde de la UNE a visitarme y me decía que le consta la transparencia en el manejo de los recursos de los fondos de Cohesión Social, pero cuando le dije que si tan transparente era todo no había razón para ocultar y escamotear los datos me tuvo que dar la razón de que la apariencia, al menos, era de trinquete. Aparte de que luego uno de sus asesores confirmó cómo están haciendo uso de la bolsa solidaria con fines clientelares.
En un año electoral, con la pareja (ya no se puede decir la esposa) del Presidente compitiendo por la primera magistratura de la Nación luego de haber edificado su plataforma política con los programas sociales nutridos a base de transferencias, sería insensato e irresponsable si el Congreso no mantiene serios y firmes candados para asegurar que los fondos públicos se usen de acuerdo con lo que aprobó ese poder legislativo conforme a sus facultades.
La flexibilidad del presupuesto tiene que ser parte de un amplio acuerdo fiscal que establezca no sólo mayor captación de ingresos sino absoluta claridad y calidad en el gasto público, fortaleciendo los mecanismos de fiscalización tanto de una Contraloría que hoy por hoy es comparsa de la corrupción, como de la misma sociedad civil mediante la mayor publicidad de todos los contratos y gastos del Estado. Pero nada de eso existe hoy y si con los candados vemos muertos acarreando basura, ya nos podemos imaginar lo que sucedería si se levantan esos mínimos instrumentos de control que se producen como una consecuencia obligada de algo que es mucho más que una simple percepción.
A lo largo de muchos años yo en lo personal y La Hora editorialmente, hemos apoyado la necesidad de una profunda reforma fiscal en Guatemala, pero la experiencia nos demuestra que no sólo para convencer al contribuyente, sino para asegurar el buen uso del dinero público, hace falta que parte de esa reforma se oriente a compromisos sobre transparencia y calidad del gasto. Igualmente fui de los que consideramos indispensable que en el país se establecieran programas sociales que permitieran combatir la pobreza con realismo y sin ese eufemismo y paja de que no hay que dar pescado sino enseñar a pescar, como si en el país hubiera dónde pescar y la gente tuviera los instrumentos para hacerlo, pero no pude seguir apoyando los programas de la señora de Colom cuando se negaron enfáticamente a transparentar el manejo de los recursos mediante argumentos deleznables.
Cuando veo que se escamotean “techos presupuestariosâ€, concepto acuñado para agarrar de babosos a los que se dejan, de salud, educación y seguridad para garantizar un chorro de dinero a los programas que se evidencian clientelares y cuyo impacto en el combate a la pobreza no se pueden medir por falta de información, tengo que creer en la absoluta necesidad de preservar los candados.