Yo recuerdo cuando una vez, hace ya muchos años, platicaba con mi abuelo sobre el movimiento unionista que derrocó a Estrada Cabrera y hablando de sus dirigentes me decía que el común denominador de ellos era que todos fueron gente honorable. Hablaba de don José Azmitia, de don Tácito Molina, el doctor Bianchi, Silverio Ortiz, Manuel Cobos Batres y Emilio Escamilla que, entre otros, fueron los que encabezaron la lucha contra la dictadura de 22 años de Estrada Cabrera.
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Y siempre, cuando hablaba de alguien valioso y de muchas virtudes, destacaba el aspecto de la honorabilidad como el resumen de las cualidades que merecían respeto. La honorabilidad no tenía nada que ver con la fortuna económica y la posición social, sino con el comportamiento decente de las personas en todos los órdenes de la vida. Creo que con el correr del tiempo se ha ido perdiendo el sentido de ese valor porque en el mundo moderno la valía de las personas se tasa más por sus éxitos económicos y la fortuna amasada que por el comportamiento leal, honesto y correcto en todos los sentidos.
Eran tiempos en los que la gente se preocupaba por mantener su honorabilidad, cuando tenía sentido que alguien dijera que era pobre pero honrado. Hoy, en cambio, si alguien es pobre y dice que es honrado, pensamos que es un baboso porque en este mundo la vergí¼enza pasa pero el dinero queda. O, simplemente, suponemos que el que es pobre lo es por haragán e incompetente, porque vemos que el vivo, el astuto y chispudo ve cómo hace dinero aunque sea pasando sobre sus semejantes o incurriendo en actos deleznables que hasta llegan a ser constitutivos de delito.
En las familias ya no se acostumbra, como antaño, insistir en que había que privilegiar la honorabilidad, sobre todo si la misma es un obstáculo para hacer cierto tipo de negocios. La falta de escrúpulos se ve como una ventaja a la hora de entrar en un mundo tan competitivo donde el camino más seguro para avanzar es dar o recibir mordidas y utilizar cualquier forma de tráfico de influencias para ir engordando la billetera.
Quedan, ciertamente, personas e instituciones que tienen fuertes cimientos en el prestigio y el respeto que proviene de actitudes honorables, pero lamentablemente no son tantas como solían ser hace un siglo porque no está de moda ser honorable y a los patojos de hoy no se les enseña la importancia de ser bien visto por tener actitudes éticas y decentes, sino que se les insiste en que su lugar en la sociedad se lo tienen que ganar a fuerza de convertirse en importantes por la fortuna poseída, misma que abre puertas en forma mágica y sin que nadie se pregunte por el origen del dinero.
Yo creo que la gente honorable tiene que marcar distancia con los pícaros, aunque en determinados momentos hayan podido compartir agendas o negocios, estableciendo la diferencia entre el proceder del que por honorable se cuidó de hacer las cosas bien y el que, por ambicioso y sinvergí¼enza, pasó sobre la ley y sobre el interés de otras personas. Si uno se siente honorable pero no es capaz de marcar esas diferencias, de distanciarse de los largos, termina engullido por la podredumbre.
Y marcar las diferencias significa evidenciar que uno es distinto, probando que ha mantenido actitudes honorables y cuestionando el comportamiento ilícito de quienes, aun pudiendo ser amigos o parientes, han causado daño irreparable a sus semejantes precisamente por falta de ética, por asumir comportamientos inmorales y perjudiciales para gente inocente. La honorabilidad, como decía mi abuelo, no depende de un nombre, un apellido o una posición, sino de las actitudes que correspondan con esa virtud.