La historia de una vida, cualquiera que sea, es la historia de un fracaso.


El 15 de abril de 1980 morí­a, en Parí­s, uno de los intelectuales más lúcidos y brillantes del siglo XX: el filósofo existencialista Jean Paul Sartre. Se cuenta que durante su funeral, cinco dí­as más tarde, las calles parisinas se vieron desbordadas por miles de personas que acompañaban su féretro, acaso como último gesto de admiración y, talvez, agradecimiento al pensador que de alguna manera fue, durante buena parte del siglo XX, la conciencia de una generación, de una época singular. No es común que la muerte de un filósofo despierte semejantes pasiones entre el vulgo. Por lo mismo, llama la atención este suceso, sólo comparable a lo ocurrido muchos años atrás, cuando esa misma pasión se despertó entre el pueblo durante el entierro de su famoso paisano, el escritor Ví­ctor Hugo.

Harold Soberanis

Y es aún más llamativo cuando consideramos que Sartre, si bien gozó de buena fama y merecido respeto como intelectual y activista polí­tico, fue al mismo tiempo odiado por la mayorí­a de pensadores de su época que veí­an en su filosofí­a una amenaza a las buenas costumbres y las buenas conciencias. Basta que echemos una ojeada a una historia de la filosofí­a escrita por algún neotomista y nos daremos cuenta de la manera desdeñosa en que se refieren a él y su pensamiento. Como todo gran pensador resulta, pues, muy polémico.

Filósofo, escritor, dramaturgo, periodista y activista polí­tico, su pensamiento estaba marcado por un tí­pico ateí­smo, desde el cual no le interesaba demostrar si existí­a o no Dios, pues de todas formas no cambiaba la realidad del ser humano. Dios, esa hipótesis con la que los hombres se narcotizan, simplemente no entraba dentro de su concepción del mundo. Además de ateo, fue un marxista bastante crí­tico que finalmente rompió con el Partido Comunista soviético, cuando la antigua URSS invadió Hungrí­a. A estas dos caracterí­sticas habrí­a que añadir la de una coherencia de vida, en la que pensamiento y acción, eran uno. Quizá fue esta coherencia vital, precisamente la que más molestó y escandalizó a esas buenas conciencias refugiadas en su cómodo puritanismo, que les preservaba de no contaminarse con las ideas impuras de ese ?señor? Sartre.

En efecto, algo que se le señaló constantemente fue su ?disipado? estilo de vida. Consecuente con su concepción moral, en la que no existen valores absolutos pues no existe un Dios que les dé sentido, Sartre afirmaba que cada cual debe inventarse su propia moral. Y ésta no podí­a surgir, como no fuera de la misma acción libre de cada quien. Es decir, sólo en tanto en cuanto actuamos como seres libres que somos, podemos ir construyendo una moral que nos sirve para orientarnos en el mundo pero que, en todo caso, es una moral provisional. No podemos pretender que todos actúen como lo hacemos nosotros. Cada quien debe descubrir esos valores que le han de guiar. Ahora bien, dado que no existen valores absolutos no puedo saber, a priori, cómo debo actuar. íšnicamente en la acción voy comprendiendo cómo hacerlo, pues los valores que me habrán de guiar brotan en la acción misma. De esa cuenta, los valores que nos han sido heredados, esos que derivan de una tradición cristiana y que han servido de fundamento a la cultura occidental, no pueden serme útiles en mi particular condición existencial, en la cual se me revela de manera cruda y descarnada el absurdo, el sinsentido de la vida. Así­ pues, yo he de actuar según mi conciencia me dicte. Claro, que con esto, Sartre no pretendí­a justificar ninguna acción deleznable. Simplemente lo que querí­a decir es que somos seres desamparados y como tales debemos de enfrentarnos con una realidad que nos sacude y, al hacerlo vamos inventando determinados valores.

Ciertamente, la vida privada de Sartre fue un escándalo constante para muchos. Se le criticaba fuertemente por sus relaciones sentimentales en las que, junto a su compañera, la filósofa Simone de Beauvoir – declarada feminista y bisexual -, intercambiaban parejas. Este modo de vida no buscaba escandalizar a una sociedad de suyo mojigata sino que, coherente con su pensamiento, era la manera en que pretendí­a desvirtuar valores que, como la fidelidad en la que se pretende fundar de una institución tan desacreditada como el matrimonio, únicamente respondí­an a una concepción burguesa de la vida en la que todo se mercantiliza. Mantener ese tipo de fidelidad, por ejemplo, sólo reproducí­a un sistema que en sus entrañas estaba corrupto.

La forma de vida de Sartre no debe hacernos pensar que se trataba de un monstruo, cuya existencia hundí­a sus raí­ces en la inmoralidad. Lo que sucede con Sartre, como con tantos otros pensadores que han puesto en entredicho la cultura occidental, es que rechazaba la moral cristiana, pues ésta encarna determinados valores que aquella cultura expresa y, cuyo fin principal es preservar y mantener un modo de vida burguesa en la cual todo se subordina al poder de las clases dominantes. Criticaba y rechazaba pues, ese tipo de moral pero no la moral.

Reconocí­a que sin ciertos lineamientos morales la vida social serí­a impensable. De hecho, gran parte de su pensamiento filosófico está marcado por una constante preocupación sobre la condición humana, lo que lo lleva a reflexionar sobre la relación con el otro y con los otros, relación que se desarrolla en una permanente tensión cuyo sentido se ve delimitado y fundado por un nuevo significado de moralidad. Por eso, punto central de su teorí­a ética es el concepto de ?compromiso?. Con este concepto, Sartre pretende rechazar la acusación de que su filosofí­a defiende un relativismo moral.

En cada acción que hago va en juego mi libertad que no consiste más que en la capacidad y posibilidad de elección. En cada elección voy configurando mi ser, con todos los valores y principios que descubro en la acción misma. Pero al elegir, me comprometo con el otro de tal suerte que en cada elección me hago responsable no sólo de mí­, sino del otro. Así­ pues, compromiso y responsabilidad me permiten trascender más allá de mi propia individualidad y con ello superar cualquier señalamiento de relativismo.

Y que Sartre no proponí­a un relativismo moral, al menos no en el sentido de que todo lo que haga sea válido y de que debo ir por la vida sin importarme lo que suceda con los demás, lo tenemos en el hecho de que siempre fue solidario con amigos y extraños, a quienes muchas veces ayudó económicamente sin pedir nada a cambio. Asimismo, se unió y defendió muchas causas sociales y estuvo al lado de los desposeí­dos y marginados de la sociedad. En este sentido, son memorables sus acciones junto a los estudiantes universitarios durante las Jornadas de Mayo del 68. También, se sabe que cuidó hasta sus últimos dí­as, a su anciana madre. Esto no lo harí­a alguien que creyese que la solidaridad y el compromiso con el otro, no son valores primordiales de una vida moral.

Toda esta concepción ética de Sartre, con sus consecuentes análisis antropológicos y psicológicos, se apoya en una teorí­a metafí­sica en la que se conjugan, por un lado, la fenomenologí­a husserliana y, por el otro, el existencialismo kierkegaardiano, dando como resultado una visión del mundo y de la vida alejada de la tradición cristiana que trata, en ultimo caso, de evadir la perentoria y fundamental percatación de la existencia humana: la de que somos seres finitos y precarios, cuya existencia absurda se nos revela de golpe ante la única certeza que tenemos: la muerte.

En efecto, la filosofí­a de Sartre, que se inserta dentro del movimiento existencialista, será la filosofí­a que habrá de insistir en la evidencia de que somos seres para la muerte o, como dirí­a Heidegger, somos los únicos seres que morimos, porque somos los únicos que tenemos conciencia de ello. Lo cual no significa que sea una filosofí­a que exalte la muerte, como el elemento principal en la dicotomí­a vida-muerte. Al contrario, al insistir en ésta como una certeza evidente, lo que el Existencialismo busca es revelarnos, por contraste, el valor inapreciable de la vida, invitándonos a vivirla con intensidad y pasión. De esa cuenta, el Existencialismo vendrí­a a ser una filosofí­a vital, en el sentido de que lo que busca es que comprendamos que esta vida es la única que tenemos y por ello debemos valorarla en toda su dimensión.

A su prolí­fica vida intelectual, de la que dan cuenta sus novelas, dramas y tratados filosóficos, en los que demuestra no sólo una gran profundidad y dominio de los temas, sino también un elegante y perfecto manejo del lenguaje, Sartre une una intensa actividad polí­tica, siempre comprometido con las causas justas que son, como en todos los tiempos, aquellas que defienden los ?condenados de la tierra? (sugestivo tí­tulo del libro de Fanon). Este compromiso polí­tico con los más débiles, le llevó a establecer relaciones, tanto amistosas como intelectuales, con muchos lideres del mundo de su época, sobre todo con aquellos que compartí­an su ideologí­a marxista. En este sentido, su innata curiosidad filosófica se vio estimulada por una joven revolución de este lado del mundo, realizada por unos barbudos que de pronto fueron el foco de atención de la opinión pública mundial. Así­, durante los años 60 viajó varias veces a Cuba, cuna de esa revolución que fue, y sigue siendo, ejemplo de dignidad para Latinoamérica, conociendo e intercambiando ideas con sus máximos lí­deres, Fidel Castro y el Che Guevara.

En general su obra está marcada por una honesta preocupación sobre todo lo humano, obra que se inserta dentro de la mejor tradición humanista, esa que trata de exaltar al hombre, anteponiéndolo a cualquier otra consideración.

Siempre polémico y controversial, Sartre fue un pensador lúcido y agudo que comprendió que el papel del verdadero intelectual, del intelectual honesto es comprometerse ante la realidad, no para caer en la desesperación sino para reivindicarla. Por eso su pensamiento sigue vigente y sucede, al igual que con filósofos como Marx, o su amigo Camus, que siempre es necesario releer sus escritos a modo de encontrar en su pensamiento, respuestas urgentes que nos proporcionen una luz de esperanza, en un mundo que se desmorona lentamente y con el que, inevitablemente, sucumbiremos todos.